Lanzó una nueva ofensiva de carácter político descartando movilizaciones beligerantes e hizo el anuncio de llevar a cabo una vez más un recorrido por todo el territorio del país para informar a la sociedad mexicana de los motivos que justifican su movimiento. Así el Ejército Zapatista de Liberación Nacional se coloca nuevamente en el centro del debate y su comandante en jefe irrumpe en la escena política al señalar contundentemente la identificación que hay entre el proyecto político del jefe del Distrito Federal y el programa de Gobierno que aplicó en su sexenio el ex presidente Carlos Salinas de Gortari.
No es el propósito de esta colaboración analizar si tal equiparación es acertada o no. Lo haremos en otra ocasión. Queremos referirnos hoy a los elementos que nutren lo que ha sido llamado movimiento indígena y la situación que prevalece en estos núcleos poblacionales después de haber sido decretadas las reformas constitucionales en materia de derechos y cultura indígena y expedida la Ley secundaria, en 2001.
Podemos coincidir en algo importante y trascendente: somos un país de elevada concentración indígena. Aunque las cifras oficiales no concuerdan entre sí, pues mientras el Instituto Nacional de Estadística Geografía e Informática (INEGI), reporta que existen 6.715 millones de indios en el país. El Conapo (Consejo Nacional de Población) registra que la suma alcanza los 9.167 millones y el propio Instituto Nacional Indigenista (INI), reconoce que son más de once millones, puede aceptarse válidamente con cifra promedio que en México hay más de nueve millones de indígenas. Esto de acuerdo a datos estadísticos del año 2000.
Lo anterior obliga a reconocer la diversidad cultural mexicana, más aún si aceptamos la existencia de 62 lenguas autóctonas con una población nacional de 35 millones de personas vinculadas a una lengua indígena, destacando el náhuatl, el maya, el zaptoeco, mixteco, otomí, el tzeltal y el tzotzil como las que tienen el mayor número de hablantes, conforme a datos que el propio INEGI publicó en 1997.
¿Cómo ignorar, pues, nuestro pasado indígena y desconocer la conformación pluriétnica de la población mexicana? Sin embargo, somos un país, de contradicciones: por un lado decimos sentirnos orgullosos de nuestro origen étnico e identificados ideológicamente con los símbolos representativos de la nacionalidad: el nopal, el águila y la serpiente: pero por otro, despreciamos a las etnias que aún existen y les negamos derechos que como seres humanos tienen en materia de cultura y territorios. Peor todavía: si alguien peyorativamente nos llama indios, nos sentimos ofendidos y lastimados en nuestro orgullo nacional. ¿Somos o no somos?
Nuestra cultura, digámoslo claramente y sin rodeos, tiene una composición indígena, pero nos negamos a convivir con ella y frecuentemente la repudiamos y nos avergonzamos de tal componente. Ciertamente una de las grandes tareas nacionales pendientes es incorporar al indígena mexicano a los beneficios que otorga la civilización, lo cual exige como requisito previo el reconocimiento a sus derechos de propiedad y administración de los recursos naturales que históricamente le pertenecen; su derecho al trabajo, su derecho cultural para comportarse y convivir de manera diferente a la que ha producido el mestizaje y el progreso.
En 1994 los indígenas de Chiapas inician un movimiento que llama la atención nacional e internacional, políticamente manipulado, de tal manera que puede decirse que prácticamente abortó. Pero su esencia no ha perdido actualidad ni ha dejado de tener razón histórica. La situación de los pueblos indígenas es uno de los rezagos más dolorosos de nuestro proceso histórico que como nación hemos tenido. Tal parece que el destino de estos grupos sociales fuera la pobreza, la desnutrición, el analfabetismo, los índices más dramáticos del retraso social.
Se esperaba que con la legislación decretada en 2001 las condiciones de vida de las etnias mexicanas cambiarían radicalmente y fuese un elemento activo que hiciera posible la paz y propiciara la convivencia con el resto del país, pero, siendo objetivos, realistas y sinceros tenemos que reconocer aunque duela que nuestros indios siguen siendo igual o peor de pobres, víctimas de las políticas neoliberales contrarias a sus intereses que pretenden negar la existencia del problema indígena para disfrazar los errores, la ignorancia y las omisiones cometidas por la burocracia oficialista de hoy y de ayer.
No se trata, pues, de leyes, de decretos, de normas. El problema ha sido desde siempre de falta de voluntad política, no para resolverlo en quince minutos como ingenua e irresponsablemente dijo que lo haría cuando era candidato quien hoy es presidente de la República y que tampoco resolvieron los regímenes anteriores, sino para traducirla en compromiso de atender el problema indígena de manera prioritaria, porque lo cierto es que la política indígena del Gobierno ha sido hasta hoy errónea, excluyente de la auténtica participación indígena en su diseño, lejos de sus aspiraciones. El indigenismo oficial ha fracasado. Urge un proyecto de nación amplio e incluyente que no disimule o disfrace la cuestión, sino que atienda efectivamente la reivindicación de estos pueblos, el problema es difícil, pero tiene solución; sólo hay que tener ganas de hacerlo. Y advertimos: cuando hablamos de la justificación indígena para nada estamos pensando en el “movimiento” político del autollamado subcomandante, ése es otro cuento.