En un libro mesurado, a pesar de lo que propone (Cuatro buenas razones para eliminar la televisión, Gedisa), Jerry Mander cuenta cómo llegó a esa conclusión después de muchos años de producir comerciales y de tener su propia agencia de publicidad.
Lo más notable de todo es que, antes de abandonar su profesión, hizo un intento de ponerla al servicio de la ecología y descubrió que problema no estaba en que los comerciales fueran comerciales; estaba en la irrealidad de la experiencia de ver televisión. Hasta el contacto con la naturaleza se vuelve irreal, cuando sucede en la pantalla. La vida personal se desconecta, se sumerge en un limbo de imágenes intensas que parecen avivar la existencia, y la vuelven pasiva.
Muchos años después, Giovanni Santori llegó a una conclusión parecida en Homo Videns (Taurus): La televisión no sólo distorsiona la realidad, sino que atrofia a las personas. Además, como la gente cree lo que ve, la política se reduce a producir imágenes favorables. Cita con aprobación lo que dice Karl Popper (La televisión es mala maestra, Fondo de Cultura Económica): La televisión se ha vuelto un poder inmenso que no responde ante nadie. No puede haber democracia con poderes sin control. Popper, conocido por sus posiciones liberales dio la sorpresa al proponer la censura de la televisión (La lección de este siglo, Océano): “Si todos fuéramos responsables y consideráramos el efecto de lo que se muestra a los niños, entonces no necesitaríamos la censura. Pero, lamentablemente, éste no es el caso”.
En una sociedad homogénea, todos comparten los mismos valores y la censura expresa el integrismo popular, que expulsa o reprime a los disidentes, cuando llega a haberlos. En una sociedad heterogénea, las cosas se complican aunque existen valores comunes. Carlos V no encontró mejor solución para las guerras de religión en el Sacro Imperio Romano que la homogeneidad impuesta por regiones. Donde hubiese un príncipe luterano (o católico), toda la población tenía que ser luterana (o católica). La Ilustración creyó posible superar las religiones con ilustración y tolerancia, pero desembocó en la Revolución Francesa que impuso una teocracia jacobina. Los excesos del ateísmo en el poder llevaron, finalmente, al Estado agnóstico: no cree en nada, ni tiene religión oficial.
El Estado agnóstico ha funcionado aceptablemente en el mundo occidental, asumiendo de hecho, valores cristianos, sin atribuírselos a una religión, como si fueran obvios y universales, (por ejemplo: prohibir la poligamia). Pero, en un mundo globalizado, al número de valores comunes tiende a cero y si el Estado es formalmente agnóstico, ¿con qué valores no excluyentes se puede prohibir qué? ¿Deben tolerarse los sacrificios humanos, llamados hoy asesinatos rituales? ¿La ablación del clítoris? ¡La pedofilia que, según algunos, hace felices a los niños? No atropellar las convicciones de nadie parece razonable, hasta que alguien defiende valores como éstos, con la más tranquila convicción.
El repliegue de los valores a la vida privada (para no excluir, para no ofender) desemboca en legitimar el poder por el poder y el dinero por el dinero. La televisión mercachifle no tiene inconveniente en degradar a la sociedad para ganar dinero, ni en vender sus servicios a los que buscan el poder por el poder. Esta degradación no es de origen tecnológico, como parece creer Manders, y Santori. Viene de la discordia en torno a los valores. Viene de la solución abstencionista (el Estado agnóstico) que es una oportunidad de oro para los mercachifles. ¿Con qué valores se va a censurar qué? Si la gente no apaga lo que llamas telebasura, si le da valor a lo que ve en la pantalla y compra lo que anunciamos, ¿con fundamento en qué va a imponerle tus valores?
Salir en televisión difunde una imagen identificable, que genera popularidad y más acceso a la televisión. La popularidad produce taquilla a las televisoras, dinero a las celebridades y voto a los políticos. Los votos dan poder y el poder dinero y más acceso a la televisión. El círculo vicioso: dinero—-televisión—-imagen—-popularidad—-votos—poder—dinero, es una vacuidad, pero acumula capitales financieros y políticos. La democracia se reduce a un negocio cínico.
Para impedirlo, hay controles (no muy eficaces), sobre el dinero que entra a las campañas electorales. Hay que ampliarlo y sobre todo, intervenir en su destino principal; la televisión. Lo mejor sería suprimir los comerciales políticos. Por lo pronto, el Instituto Federal Electoral debería actuar como censor y comprador único, incluso de los comerciales que no paga el erario.