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Todos somos legales/Actitudes

José Santiago Healy

No hay duda que la migración será el fenómeno humano más importante del siglo XXI.

Lo estamos viendo en Europa, Asia, África y no digamos en América, especialmente en los Estados Unidos.

Los avances tecnológicos redujeron el mundo, en unas cuantas horas podemos viajar a cualesquier continente, con un celular es posible conectarse al instante con voz e imagen a cualquier país y enviar mensajes electrónicos sin cuotas ni aranceles.

El Internet, los aviones, la telefonía celular y las computadoras han logrado borrar las fronteras y las barreras culturales e ideológicas.

Los universitarios aprenden tres o cuatro idiomas, cursan semestres en países diversos, hacen tareas con alumnos de otras culturas, se gradúan vía Internet y consiguen trabajos virtuales en el extranjero sin necesidad de visas especiales.

Esto y mucho más ocurre en este mundo de avanzada tecnología que camina a pasos agigantados en todos los terrenos: educación, negocios, cultura, entretenimiento.

Lo que hoy es un producto o servicio de altísima calidad y utilidad, mañana hay que apartarlo o mandarlo a la basura para que no estorbe.

Sin embargo los gobiernos y las estructuras políticas no caminan a la misma velocidad, por el contrario parece que van en reversa con la tendencia a regresar al pasado.

Así ocurre con la migración, un fenómeno internacional que bien manejado podría generar grandes beneficios para países enteros.

Pero la cerrazón política, el racismo, el temor al cambio o simplemente la pasión humana de la envidia y la avaricia impiden ofrecer soluciones objetivas, prácticas y humanas. En Francia acaba de estallar la violencia luego de muchos años de marginar a una población de inmigrantes árabes y africanos que no han recibido un trato de humanos.

Nada remoto será que los franceses marquen la pauta para un gran cambio en migración, tal como ocurrió en el pasado en asuntos políticos y sociales.

En Estados Unidos la discriminación y el acoso hacia los llamados indocumentados han llegado a niveles inimaginables.

El congresista Duncan Hunter de California propone extender la barda metálica a lo largo de los tres mil kilómetros de la línea divisoria entre Estados Unidos y México.

Una construcción equiparable a la Gran Muralla china y que dejaría muy por detrás al controversial Muro de Berlín, derribado en 1989.

La gobernadora de Arizona, Janet Napolitano, empujó una Ley que niega los servicios básicos a residentes ilegales y ahora propone otra para que policías estatales y municipales puedan perseguir a los trabajadores indocumentados.

Estos criterios se parecen más a los tiempos de la Segunda Guerra Mundial que a los del siglo XXI.

Nos preguntamos ¿qué sería de este continente si en el siglo XV y XVI los nativos americanos hubieran impedido la llegada de los colonizadores europeos? Posiblemente habría tranquilidad y paz, pero también pobreza y atraso social.

En el siglo XX los trabajadores españoles invadieron Francia, Alemania, Inglaterra e Italia en busca de empleos. La respuesta no fue construir un muro divisorio en los Montes Pirineos, por el contrario años después se incluyó a España en la Comunidad Europea con todo y un acuerdo laboral.

Hoy España es una de las diez economías más grandes del mundo, pasó de ser un país expulsor de migrantes a importador y en una generosa respuesta acaba de legalizar a miles de trabajadores latinoamericanos.

La migración no puede ser detenida por muros, bardas ni rifles. Es una realidad histórica y humana que hay que encauzar, dirigir y aprovechar.

Como dice la Asociación Tepeyac de Nueva York (www.Tepeyac.org), en base a la declaración universal de los derechos humanos: “nadie escoge el lugar donde nacer, nadie es ilegal, todos los hombres son iguales”.

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