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Trafalgar (sin palomas), doscientos años después/Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Hace unas semanas, el muy liberal Gobierno chino emitió un decreto exigiendo que los habitantes de Shangai, al hablar con foráneos, se abstuvieran de hacerlo en la lengua de su provincia y que emplearan en su lugar la que se usa en los medios masivos, las transacciones oficiales y la burocracia: el llamado chino mandarín. Ello, porque en cinco años esa cosmopolita ciudad va a ser la sede de la Feria Mundial Expo 2010 y las autoridades no quieren que los visitantes (chinos y no chinos) se queden de a cuatro al no entender nada de lo dicho por los hospitalarios anfitriones. Y es que el dialecto (bueno… lo hablan 77 millones) de Shangai (llamado chino Wu) es totalmente diferente del chino mandarín. Para acabarla, lo más probable es que lo que usted oiga en la mayoría de los restaurantes que sirve la riquísima comida oriental no sea ni mandarín ni wu, sino cantonés, una lengua del sur… tan distinta a las otras dos como para volverse incomprensibles entre sí.

Como es posible observar, incluso los chinos pueden encontrarse en su tierra con que no entienden lo que les están diciendo. Y eso que el mandarín es el idioma hablado por más seres humanos, con 885 millones de parlantes. Aunque, cabe aclararlo, es poco conocido fuera de los confines del antiguo Imperio del Centro. Y aprenderlo ya de adulto, si se me permite el mal chiste, está en chino…

El segundo idioma más hablado, y en más países, lo constituye el inglés, con unos 450 millones de parlantes. Por supuesto, muchos de ellos son bilingües y usan el idioma de Shakespeare para negocios, diversión y ligarse gringas, sin ser su lengua materna.

El español es el tercer idioma más hablado en el mundo, con unos 270 millones de hablantes; ignoramos si la estadística incluye a los chiquillos de RBD y sus imitadores, a los actores de las películas de narcos, a quienes daban conferencias de prensa en la madrugada o a los inquilinos de la casa de Big Brother, todos ellos usuarios de un léxico primitivo y bárbaro, ininteligible, que hacen pasar por castellano.

Aquí la cuestión es que el inglés, nos guste o no, es la lengua franca del siglo XXI: es la más extendida por el planeta y la habla mucha gente. Y ello se debe a un factor central: que las últimas dos centurias han sido dominadas por naciones angloparlantes: el XIX fue el Siglo Británico y el XX, el Norteamericano.

Y ya entrando en materia, le podemos dar una fecha exacta al arranque del Siglo Británico (y por tanto, al inicio del desparrame del idioma inglés), evento del que esta semana se conmemorará el segundo centenario.

Y es que con la batalla de Trafalgar, ocurrida el próximo viernes hará doscientos años, se inició la hegemonía británica sobre buena parte del mundo.

Trafalgar (o bueno: La Batalla del Cabo Trafalgar) va a ser uno de los pocos combates navales decisivos de la historia. Ahí los británicos mataron varios pájaros con la misma piedra: impidieron una potencial invasión napoleónica de Inglaterra; destruyeron las flotas española y francesa, maltratando las rutas comerciales de esos países con América (algo casi mortal para España, que tanto dependía de esta bendita tierra… y ahí tienen una explicación muy clara del porqué de las guerras de independencia de acá). Por lo mismo, los británicos se hicieron de un dominio indiscutible de los océanos, posibilitando la expansión de su Imperio a lo largo del siglo XIX y bien entrado el XX, expansión que los llevó a controlar una quinta parte de la superficie terrestre y una cuarta parte de la Humanidad. No por nada la Pérfida Albión celebrará este aniversario con gran boato. Y no por nada el vencedor de tan señalada justa (y que muriera en el transcurso de la misma) ha sido considerado no sólo un héroe, sino casi casi un santón por buena parte de sus compatriotas; entonces… y hasta la fecha.

Para calibrar la importancia de Trafalgar, situémonos en la Europa de 1805: Napoleón es dueño del continente, imponiendo o mangoneando a reyes y emperadores. Sólo se le resiste la que sería su eterna piedra en el zapato: Gran Bretaña se niega a plegarse a sus caprichos. Para los ingleses, Napoleón es un advenedizo tiránico, al que no se puede tomar en serio ni mucho menos hacerle caravanas. Además, claro, se sienten a salvo de su ira, protegidos como han estado siempre por el Canal de la Mancha, que los separa del continente, ha evitado que los invadan exitosamente desde el año 1066 y los ha preservado de comer decentemente.

(Mi teoría antropogastronómica: los ingleses se lanzaron a conquistar el mundo para ver si así podían encontrar algo sabroso que engullir; y claro, un pueblo que devora el pay de riñón como si fuera una delicia, es capaz de enfrentar con entereza cualquier penalidad en Nigeria, Australia, la India o donde sea).

Ante semejante insolencia Napoleón no se iba a quedar con los brazos cruzados (ni con la mano metida en la chaqueta: ése es un mito iconográfico), de manera tal que movió sus piezas. Primero maniobró para que el débil e idiota rey de España, Carlos IV (sí, el del Caballito… equino que por algo es más famoso que su jinete) quedara bajo su influjo. Bonaparte calculó que uniendo las flotas de Francia y España, podría forzar una gran batalla contra los británicos, vencerlos y así posibilitar una invasión exitosa a la isla.

Intentarla sin tener el control sobre el Canal era una invitación al suicidio… lección que entendió muy bien un tal Hitler 135 años después.

Además, existía una cuenta pendiente desde hacía tiempo. En 1798 la flota francesa del Mediterráneo había sido hecha pomada en la Bahía de Abukir, una de las bocas del Nilo, por el almirante Horatio Nelson. Con ello terminó la aventura de Napoleón en Egipto, quien se resignó a cesar de dar discursos ante las Pirámides y regresar con el rabo entre las patas a Francia, dejando a su Ejército a merced de la peste, el contraataque británico y los vendedores de momias de plástico hechas en Taiwán: el único desastre sufrido por Napoleón antes de la retirada de Rusia de 1812. Así pues, había un agravio personal: ese Nelson tenía que pagar esa factura.

Para entonces Nelson era ya un héroe nacional… y en el sentido mediático del término, lo que no deja de ser una novedad. No sólo era un comandante exitoso, al que respetaban sus iguales y adoraban sus subalternos (incluido Russell Crowe); sino que había perdido un brazo en una escaramuza, peleando como un soldado cualquiera y era público y notorio que llevaba una relación adúltera con una mujer de mítica belleza, esposa del cónsul inglés en Nápoles. Si se fijan, todo un ídolo de folletín. No es de extrañar que Inglaterra depositara en él sus esperanzas y le haya dado su nombre a una llave de lucha libre… ( ¡No se crean!).

Por el otro lado, la Revolución Francesa y los turbulentos años posteriores le habían costado mucho a la Marina ídem. Numerosos oficiales y marineros capaces habían terminado guillotinados o de patitas en la calle. Así que el comando de la flota francesa (y de la española, de rebote) quedó a cargo del almirante Pierre-Charles Villeneuve. Pese a tener apellido de corredor de Fórmula Uno, Villeneuve es una figura bizarra y la historia lo ha tratado muy mal. Viendo su desempeño y decisiones, nos inclinamos por diagnosticarlo como maniaco-depresivo. Otros lo llaman mucho más feo.

Para no hacer el cuento largo: la cuestión es que, luego de una serie de decisiones desconcertantes, Villeneuve embotelló a la flota combinada franco-española en Cádiz. Y luego, sin solución de continuidad (se habla de tendencias suicidas, se dice que sabía que Napoleón lo iba a sustituir), decidió sacarla de ahí sin decir agua va. Afuerita lo estaba esperando Nelson.

La batalla se libró a unos 35 kilómetros al noroeste del Cabo Trafalgar. Se enfrentaron 33 barcos británicos contra 20 franceses y 15 españoles. Villeneuve no supo maniobrar con la rapidez y atingencia debida, oportunidad que un zorro como Nelson no iba a dejar pasar. Luego de proclamar (mediante banderolas) su Frase Famosa Opus 24 “Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su deber”, arremetió contra el centro de la línea aliada y la hizo pedazos. De todos los barcos franceses y españoles participantes, sólo seis sirvieron para algo después del combate. Los ingleses capturaron veintidós. Es difícil concebir una victoria más aplastante.

Su autor no vivió para ver el día de su mayor gloria. Mientras dirigía las operaciones en la cubierta de la nave insignia, Nelson recibió el disparo de un francotirador francés, desde un barco al que estaban atacando. Agonizó un rato, pero terminó desangrándose, rodeado por su angustiada tripulación. Los pintores del siglo XIX le sacarían tajada a la escena hasta el hastío.

La rara vez agradecida Inglaterra procedió a adorarlo: su estatua, en la Plaza Trafalgar de Londres, es uno de los monumentos mejor conocidos de su patria. Más aún: lo pusieron en una columna tan alta, que las palomas no lo tapizan con sus desperdicios, como le suele ocurrir a la mayoría de los próceres en todas partes. Digno homenaje a quien le dio la llave del mundo a Inglaterra… determinando así muchas cosas, con cuyas consecuencias seguimos viviendo.

Ah, y para terminar, una curiosidad: en Trafalgar hubo tres barcos que se llamaban igual: dos “Neptune” (uno británico, el otro francés) y el “Neptuno” español. ¡Qué poca imaginación!

Buzón (a ritmo de golpes de pecho): ¡Por mi Alzheimer, por mi Alzheimer, por mi grande Alzheimer!: Como me advirtieron los amables lectores Enrique Macías y César Gómez, Bernal erró el penal contra Bulgaria (‘94), no ante Alemania (‘86). Contra los teutones fallaron el Sheriff Quirarte y Manuel Servín. Total: los salados, como los cacahuates, se confunden. Gracias por la aclaración.

Consejo no pedido para hacer olas: Lea “Episodios nacionales: Trafalgar” de don Benito Pérez Galdós; y lea también “El amante del volcán”, de la recientemente fallecida Susan Sontag, interesante recuento del amorío de Nelson con Emma Hamilton… y un fascinante estudio psicológico. Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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