El presidencialismo mexicano fue aplastante mientras un solo hombre tuvo una triple investidura: jefe de Estado, jefe de Gobierno y jefe del crimen organizado políticamente. La situación empezó a cambiar con Ernesto Zedillo, que tardó en asumir la segunda jefatura (hasta se habló de destituirlo) y le hizo ascos a la tercera (como el hijo del Padrino al negocio de la familia).
Vicente Fox no era de la familia. Por el contrario, quería destruir el negocio, aunque no sabía cómo hacerlo y le interesaba más presidir el Estado: encabezar la confianza en un México mejor. Este liderazgo que cambió la historia, ha sido lo que millones de mexicanos le reconocen y agradecen, por encima de todas las decepciones.
La segunda Presidencia le interesaba poco y no era fácil desempeñarla, en una situación históricamente inédita. Pero tampoco se la encargó a nadie. En Europa, es común que el jefe del Estado no gobierne, desde que se limitaron los derechos de la monarquía. México ha tenido de hecho un jefe de Gobierno en el secretario de Gobernación, cuando el presidente lo ha querido. Jesús Reyes Heroles llegó a decir ( y le costó la secretaría) que la Presidencia estaba dividida: José López Portillo se ocupaba de la Presidencia económica y a él lo tenía como presidente político.
Fox pudo tener un jefe de Gobierno, sin necesidad de cambios constitucionales: fijándole le rumbo y dejándolo operar, sin meterse, excepto en aquello que el encargado (y nadie más) le pidiera. Pero no lo hizo. Pero aún, entregó la Presidencia económica a Francisco Gil, que lo embarcó en la tontería de apostar todo su capital político a un imposible: cobrar el IVA en alimentos. Dejemos aparte que el cobro es injusto (desproporcionado para los mexicanos de menores ingresos), además de innecesario (la misma recaudación, puede obtenerse cobrando el IVA al contrabando). Como Realpolitik, tuvo un costo político irrecuperable, a cambio de nada.
El gigante que había logrado sacar al PRI de Los Pinos dio el espectáculo de volverse menos una y otra vez, lanzándose de cabeza contra el muro de la oposición, como si quisiera exhibir su impotencia, para que le perdieran el respeto. Un error de ese tamaño, que nadie detuvo, reveló algo peor, que no había jefe de Gobierno. Un buen jefe político no se deja mangonear por la cocinera. La pone en su lugar: si quieres recaudación, empieza por limpiar la cueva de bandidos que tienes en las aduanas.
Las elecciones no le dieron a Fox un mandato para lo que quisiera. Tampoco había, ni hay consenso para las reformas fallidas. Pocos mexicanos saben ponerse de acuerdo en la práctica cuando no están de acuerdo en los principios. Como si fuera imposible o incorrecto llegar a un acuerdo práctico desde principios diferentes. Como si todo acuerdo práctico fuese transa, traición o falta de principio. Cuando un cambio histórico (la Independencia, la Revolución, la democracia) parece abrir un futuro donde todo es posible, los unidos en contra del régimen anterior no se ponen de acuerdo en un régimen mejor. Todo lo contrario: se desata una guerra de facciones que enarbolan principios opuestos. Republicanos y monárquicos liberales y conservadores, jacobinos y ultramontanos, no aceptan que, aunque tuvieran toda la razón, no representan a todos los mexicanos; por lo cual no es posible, ni deseable, imponer una teocracia, ideocracia o tecnocracia basada en sus principios. Aceptan más fácilmente vivir en el resentimiento (por la derrota de los principios correctos) y dejar que se impongan la fuerza o los enjuagues.
La “solución” política de Porfirio Díaz y el PRI para la guerra de principios fue la tercera jefatura: te perdono la vida y hasta te concedo parte de lo que quieres, si renuncias a la violencia y a cualquier recurso legal. Esta vieja tradición de “soluciones” ilegales estorba la celebración de acuerdos sin corrupción ni violencia: parecen ilusos, cuando no sospechosos. Estorba para sustituir la presidencia personal del crimen organizado con el imperio impersonal (y la violencia legítima) de la Ley. La violencia ilegítima, ahora sin jefe, aprovecha el vacío para hacer de la suyas y hacer negocio de las luchas por el poder.
El desacuerdo es obvio en el Poder Legislativo, pero es simplista verlo sólo ahí. Está en las votaciones ciudadanas y en el interior de cada partido. Está en el pequeño mundo de Los Pinos, donde también hay guerra de facciones: prefieren que la segunda jefatura esté vacante a perder su influencia sobre Fox. Desgraciadamente, las convergencias se construyen más fácilmente en contra que a favor.