No es ético y no es infrecuente que medios impresos sean utilizados por sus propietarios para gestionar sus negocios particulares. Algunos lo hacen, todavía, mediante vías rayanas en la delincuencia o adentradas en ella, como la extorsión y el chantaje. Otros, menos burdos, modelan su política informativa conforme sus intereses pecuniarios. Es el caso de una cadena de diarios establecida en todo el país cuyo propietario mejora la posición de sus otros intereses (el mercado de papel, por ejemplo) manejando en su provecho las páginas que, en la teoría de la responsabilidad de la prensa, deben estar al servicio de los lectores.
No es ético que eso ocurra en el ámbito de los medios impresos. Pero, al fin y al cabo, los periódicos participan en un mercado libre. Su profusión permite, en casi todas las ciudades del país, especialmente en las urbes de mayor concentración demográfica, que los lectores escojan. Aun los diarios o las revistas dominantes no imponen sus criterios pues siempre hay delante de ellos vastas alternativas. Además, los medios impresos no aprovechan para realizar sus tareas bienes propiedad de la nación.
En cambio, esa falta de ética se agrava en los medios electrónicos. No es menor en tratándose de la prensa en sentido estricto, pero llega al escándalo cuando se produce en la radio y la televisión porque sus emisores forman parte de un mercado cerrado, donde no basta la voluntad y la disponibilidad de recursos financieros y técnicos para participar, sino que se requiere una autorización estatal. Tal situación expone al público a una suerte de cautiverio, pues se le reducen al mínimo las opciones, por más que el dial permita sintonizar una amplia variedad de canales, pero eso es cierto a través sólo de la televisión de paga y en tratándose de emisiones producidas fuera de nuestro país.
En la práctica mexicana los televidentes padecen una angosta libertad de elección. La televisión abierta está acaparada por un duopolio cuyos contenidos son tan semejantes que se reducen en realidad a sólo una opción.
En vez de que tal predominio, y la tenue e inaplicada legislación al respecto reforzaran la autocontención, el público mexicano padece una suerte de soberanía de los consorcios televisores, que no admiten poder por encima de sí mismos y utilizan las concesiones de que generosamente los ha provisto el aparato público para su solo provecho, a veces de modo extremoso hasta llegar a lo grotesco.
Está en curso un ejemplo del modo en que el interés privado de un emisor se antepone al interés público. No es que difundir informes sobre el oneroso e ilegal rescate bancario y sobre las privatizaciones en el mismo ámbito no convenga a la sociedad. Es que la campaña que a ese respecto ha emprendido TV Azteca parte sólo de un desarreglo coyuntural de sus relaciones con el Gobierno, no de una convicción sobre el modo de operar la televisión informativa.
Como bien se sabe, el dueño de esa televisora, Ricardo Salinas Pliego, enfrenta un juicio iniciado por la autoridad bursátil norteamericana, a causa del uso de información confidencial que sirvió al propio empresario y su socio Moisés Saba para ganar más de doscientos millones de dólares en dos meses, en perjuicio de los accionistas de Unefón. La deuda de esta empresa telefónica fue adquirida por Codisco, que poco después la revendió a mayor precio. Los accionistas minoritarios de Unefón descubrieron que los dueños de Codisco eran Salinas Pliego y Saba.
Sus propios abogados en Estados Unidos, en aplicación de la rigurosa legislación suscitada por los abusos simbolizados en Enron, dieron cuenta de la maniobra a la SEC y ésta emprendió una investigación al cabo de la cual pueden generarse severos efectos corporativos, financieros y hasta personales contra el propietario de Azteca.
El Gobierno mexicano no quiso o no pudo eludir la pesquisa de la porción mexicana de aquel lance, lo que lastró el trámite de los muchos asuntos que los negocios de Salinas Pliego ventilan ante diversas instancias administrativas. Cuando estaban a punto de emitirse sanciones administrativas por 27 millones de pesos contra el dueño de TV Azteca y socios y ejecutivos de sus empresas, la televisora inició una batida contra autoridades financieras y contra competidores vinculados a aquéllas, para traslucir un contubernio que efectivamente ocurrió.
Banamex fue escogido como caso emblemático por la elusión fiscal de su venta al extranjero, porque el secretario de Hacienda dirigió una empresa filial de ese banco y porque participa en el mercado de transferencias de dinero desde Estados Unidos en que Elektra y Banco Azteca tienen una posición relevante. El enfrentamiento llegó ya al ámbito de las denuncias penales, pero se configura sobre todo en la pantalla.
Francisco Gil Díaz, Roberto Hernández, Jonathan Davies, Manuel Medina Mora son ahora dolosamente exhibidos tal como en el pasado hizo TV Azteca con Cuauhtémoc Cárdenas y Samuel del Villar con motivo de las secuelas delincuenciales del asesinato de Paco Stanley; o con Javier Moreno Valle y Diego Fernández de Cevallos cuando ante la complacencia gubernamental gente de esa televisora invadió la instalación del Canal 40 en el Chiquihuite.
El poder que entonces desplegó la empresa de Salinas Pliego es mínimo comparado con el que le ha permitido medrar, y con el que pretende matizar en su provecho la Ley del mercado de valores, tal como con eficacia consumada ha logrado impedir nueva legislación sobre Radio y Tv.