El país no es muy distinto, pero tampoco es el que era. Es punto menos que imposible hacer en un año lo que se dejó de hacer durante cinco, como también es imposible maquillar el despilfarro de la oportunidad que le daba al país la alternancia en la principal posición de mando político. No hay spot que encubra eso.
Menos de un año le queda al sexenio. No hay más. Y la fecha para ver en qué condiciones se entrega el Gobierno toca a la puerta. Vicente Fox, jefe del Poder Ejecutivo, rinda o no cuentas, no podrá ocultar lo que hizo y dejó de hacer en esa responsabilidad mayúscula. Esta vez, sin embargo, los demás Poderes de la Unión -que integran ese Gobierno- así como los partidos deberán asumir la parte que les corresponde.
Ni por asomo los actores políticos podrán pronunciar el misión cumplida que distingue a quienes, al recibir un mandato, lo vuelven realidad y a veces lo acrecientan. Ni el Ejecutivo podrá cargar el fracaso del Gobierno al Legislativo, ni éste podrá facturar al Ejecutivo el inmovilismo que estampó al sexenio. Podrá el Poder Judicial decir que la Suprema Corte ya es cosa relativamente distinta aun con las regresiones que de pronto la tientan, pero de ningún modo podrá ufanarse de que la impartición y la administración de la justicia es distinta.
Los partidos tendrán que hacer acopio de cachaza, cuestión no muy difícil de conseguir a partir de esa inconmensurable fuente de energía que es su cinismo, para presentarse como el instrumento político por excelencia de la ciudadanía.
El Gobierno y los partidos le fallaron a la ciudadanía.
__________
Podrá argumentarse que es menester entender el sexenio perdido como el costo ineludible del camino hacia la consolidación de la democracia. Algo de verdad habrá en esa justificación, pero lo cierto es que se perdió más tiempo del requerido.
A lo largo de los cinco años transcurridos, el despilfarro de los recursos políticos para consolidar la democracia y fortalecer el Estado de Derecho fue norma de conducta.
De la oportunidad democrática, se hizo un problema político. De la alternancia, el ejercicio del derecho al turno. Del bono democrático, el boleto de primera clase para hacer turismo. Del parlamentarismo, la gimnasia del insulto. De la popularidad, el sacrificio de la gobernabilidad. De las diferencias políticas, la ocasión para dividir y confrontar a la ciudadanía. Del Gobierno dividido, la frustración del sano equilibrio entre los poderes. Del combate a la corrupción, la sociedad del crimen. De las investiduras institucionales, el jacket para contar chistes, exhibir convicciones íntimas o religiosas. De la rendición de cuentas, la modernización del cinismo. Del cambio político, la morralla de la grilla.
Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año, la rutina del cartel político fue la misma. Variaba el parlamento pero, en lo fundamental, el sketch siempre fue el mismo. Cinco años, así se fueron.
__________
De aquel coro esperanzador que, la noche del dos de julio de 2000 -”¡no-nos-falles!, ¡no-nos-falles!”-, vitoreaba a Vicente Fox y de aquella hazaña histórica de desplazar del Gobierno a una fuerza que llevaba enquistada en el poder más de 70 años, queda el recuerdo pero no la gloria.
Sí falló Vicente Fox como también los demás poderes y los partidos. Hubo avance, sí, pero más bien acicateado por la ciudadanía que por sus presuntos representantes. El avance fue a pesar, no gracias a esos presuntos representantes. Hubo un avance, pero no a la velocidad, intensidad y ritmo que el reclamo pedía. Fox ganó la elección pero no el Gobierno y mucho menos el poder. Se perdió desde el primer momento y, después, hizo del autoelogio su peor vituperio.
__________
Se entendía y aceptaba desde luego perder un sexenio, si ése era el precio o la inversión para reconducir al país por el sendero de la democracia y el Estado de Derecho, sin sacrificar el desarrollo.
Se perdió el sexenio, se pagó el precio, se esfumó la inversión pero no se recondujo al país a aquello que parecía destino. El candidato no maduró como gobernante. Los partidos no supieron, no pudieron ni quisieron encontrar el rol que les correspondía para hacer de la alternancia una alternativa. Y, en particular, el Legislativo no justipreció el valor del peso que adquiría: confundió el ejercicio del equilibrio con la simple fuerza de la resistencia o la práctica de la oposición sin proyecto.
Aun hoy, cinco años después, asombra que Vicente Fox no haya entendido que su mayor obra estaba hecha desde antes de tomar el Gobierno. La hazaña de su victoria era la plataforma para hacer algunos otros cambios pero no para hacer el gran cambio que, a fin de cuentas, resultó un intento sin voluntad ni deseo. Fox ingresó a la historia antes de ser presidente de la República, y como presidente intentó salir de la historia.
En su obsesión por refundar al país, había que hacer todo y al final hizo muy poco. No supo fijar prioridades. Había que construir la paz en Chiapas, apurar el nuevo aeropuerto, revisar integralmente la Constitución, abrir el pasado sin levantar la vista, emprender la reforma energética, construir la nueva hacienda, acabar con la corrupción, concretar la gran reforma del Estado, replantear a México en el mundo, cambiar la cultura laboral.
Tanto quiso cambiar que, por momentos, el país se parece más al de antes, aunque no es el mismo.
__________
Hoy, se vive un presidencialismo sin presidente, un parlamento sin discurso, una justicia con ministros pero sin jueces, una democracia sin demócratas, un régimen de partidos sin partidos, unos candidatos sin partido, una elección sin opciones. Se vive una esperanza democrática fincada en el azar o el accidente, no en la labor sencilla, diaria para alimentarla.
El futuro, así, está en peligro. Y la diferencia entre el peligro y el riesgo es que el segundo cifra la posibilidad de una ganancia. El futuro mexicano está en peligro, no en riesgo. Y eso obliga a reconsiderar el destino.
Le queda un año al sexenio. En ese reducido lapso no se va a hacer lo que se dejó de hacer durante cinco. No, pero sí se puede hacer algo para no entender el futuro como un destino manifiesto, marcado por un desastre político o, en el mejor de los casos, como el anticipo de un nuevo sexenio perdido.
El Gobierno -entendiendo por él al conjunto de los Poderes de la Unión-, los partidos y los candidatos están obligados a trabajar en dos direcciones. Una destinada a crear condiciones de respeto a las instituciones a lo largo de la campaña electoral y, dos, ampliar el margen de gobernabilidad que requerirá cualquiera de los candidatos que ocupe la Presidencia de la República.
Tienen poco tiempo para poner, ahí, el esfuerzo y el acento político. Es un año pero, a fin de cuentas, es un lapso suficiente para construir ese piso mínimo que pondría al país ante el riesgo, pero no ante el peligro.
Es inimaginable una democracia que se juega la vida en una elección. Las elecciones democráticas no se establecieron para ver si se puede regresar a un pasado inexistente o para establecer un Gobierno sin margen de maniobra y perder el tiempo. La idea de elegir es escoger un camino, no para cerrarlo.