Paralela a la historia de las sociedades humanas y sus gobiernos es la historia de los municipios, que constituyen la célula originaria de la sociedad. En efecto, la institución municipal proviene de los clanes familiares que, al hacer vida sedentaria y unirse a otros para su mutua defensa y protección, derivaron en la fundación de tribus, pueblos, aldeas, villas y ciudades.
La convivencia de clanes diversos obligaría a sus miembros a pluralizar la práctica religiosa, a ocupar mayor espacio territorial y a diversificar los que hubieran sido sus medios de subsistencia; igual a observar normas comunes de comportamiento y acatar a la autoridad de un consejo ciudadano o de un líder. Luego, al unirse las familias en tribus generaron barrios y éstos formaron aldeas.
Paso a paso, aquellas rústicas sociedades fueron perfeccionando su sistema de vida y sus normas de convivencia hasta adoptar un primitivo Gobierno. Con “tribus rusticae” se crearía el municipio romano que sería gobernado por la Curia, una especie de asamblea general integrada por ciudadanos llamados decuriones o curiales elegidos por un “comicio”, en el cual se votaban las leyes locales.
El libre albedrío de los poderes locales incrementó la fortaleza del poderío romano, que tuvo su mejor época cuando se apoyó en el vasto sistema de autogobierno ciudadano.
Florecería el imperio mientras mantuvo la libertad de acción de las comunidades, pero cuando el despotismo invadió la esfera municipal e impuso sus decisiones, empezó a resquebrajarse la gran estructura imperial de Roma hasta su derrumbe total.
En América, la institución municipal tuvo un buen inicio en la Villa Santa de la Vera Cruz, fundada por Hernán Cortés en 1524 para otorgar legalidad a su tarea conquistadora.
Este hecho ayudó a la estructuración de la Nueva España, pues el modelo serviría a más de 200 localidades que empezaron a funcionar según el régimen municipal español con facultades administrativas y judiciales. Al revés, lo que posteriormente sucedió en la República Mexicana, en esa época los Ayuntamientos sí tuvieron la facultad de legislar sus propias normas, aunque posteriormente debieran ser sometidas al Consejo de Indias.
Luego vino la Independencia y los gobiernos nacionales, generalmente despóticos, consideraron a los municipios como menores de edad y los sometieron a la tutela de los gobernadores de los estados y sus poderes legislativos, hasta que en el año de 1983 fue reformada la Constitución para otorgarles un pisco de la facultad legislativa que no habían ejercido en cuatro siglos.
Los congresos locales tendrían facultades para regular la vida de las municipalidades y los cabildos podrían reproducir aquellas normas en sus reglamentos. Los que mandaban ad libitum eran los decretos legislativos estatales.
Un nuevo esfuerzo a favor del municipio libre fue hecho en 1999, al ser reformadas las disposiciones del Artículo 115 Constitucional. De ahí en adelante, podrían legislar su propia normatividad los cuerpos edilicios en beneficio de su administración, atendiendo a las necesidades de las comunidades que gobernaran; aunque hubo muy diferentes interpretaciones y los congresos locales empezaron a emitir leyes orgánicas sin ton ni son, suscitando diversas impugnaciones ante la Suprema Corte de Justicia.
Hace unos días, la Suprema Corte de Justicia aprobó un nuevo criterio constitucional sobre la facultad legislativa de los órganos municipales, generado por la inteligente y juiciosa ministra Olga Sánchez Cordero: la Carta Magna de la República otorga a los Ayuntamientos facultades “cuasi” legislativas para su propio orden jurídico, sin más limitantes que la no contradicción a la Constitución General, a las constituciones locales y a las leyes federales y locales.
Bien estudiada la resolución de la Suprema Corte, y mejor aplicada, quizá pueda servir para que los cabildos deshagan tantos entuertos cometidos en su contra por las legislaturas de los estados y entonces los ciudadanos podamos ver el principio de una auténtica y propicia libertad municipal en beneficio de nuestras comunidades.