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Un segundo de imprudencia

Javier Fuentes de la Peña

Jamás olvidaré aquel lunes. Con la modorra dibujada en su rostro, mi maestro comenzó la mañana igual que siempre: tomando lista. El salón de clases estaba lleno, sin embargo, había un pupitre vacío, el de Héctor.

Estábamos en tercero de secundaria y a él lo conocía desde la primaria. Héctor y yo éramos amigos. Siempre admiré su espíritu aventurero, sobre todo cuando íbamos a los campamentos organizados por el grupo Scout del colegio. De todos los pequeños exploradores, él era el más grande. No había árbol al que no pudiera trepar, ni tampoco nudo que no pudiera hacer.

Recuerdo que en una ocasión nos aventuramos a seguir la ruta de los imponentes búfalos de un rancho cinegético. Siguiendo las huellas que dejaban a su paso las temibles bestias, Héctor lo observaba todo, desde la frescura del excremento, hasta el pelaje atrapado en la corteza de los árboles. Después de mucho caminar, nos guió hasta descubrir a cuatro búfalos ocultos en la inmensidad del bosque. Ese instante quedó grabado en mi memoria y siempre que recuerdo a Héctor viene a mi mente la sonrisa de satisfacción dibujada en su rostro mientras regresábamos al campamento después de esa aventura.

Aquella mañana del lunes nadie dio importancia a la ausencia de Héctor en el salón de clases, sin embargo, nunca imaginamos que su pupitre iba a permanecer vacío por el resto del año.

Mientras tomábamos la clase de álgebra, alguien tocó la puerta y entró al salón disculpándose con el maestro por interrumpir su lección. Era el director del colegio quien, acompañado por el coordinador de la secundaria, pidió nuestra atención.

“Muchachos, seguramente ya se dieron cuenta que el lugar de Héctor está vacío. Por desgracia ayer tuvo un accidente en el que perdió la vida. Recemos juntos para que Dios lo reciba en su santo Reino y para que su familia encuentre pronto consuelo. Padre nuestro, que estás en el ciel…”. La tristeza reinaba en el salón. Hubo quienes ni siquiera fueron capaces de terminar la oración invadidos por el llanto. Mientras rezábamos, vino a mi mente aquel rostro lleno de satisfacción por haber encontrado a unos búfalos, y también aquella su sonrisa que sólo pueden dibujarla quienes disfrutan cada instante de la vida.

La muerte de Héctor dejó en mí un dolor grande, pero también una gran enseñanza, pues desde aquél desafortunado lunes, supe que un segundo de imprudencia es suficiente para arrancar de tajo miles de horas llenas de vida, de alegrías, de sueños y de ilusiones.

Durante este sexenio, el Instituto Coahuilense de la Juventud emprendió una serie de campañas para concienciar sobre los riesgos de combinar el alcohol con el volante. Acciones como ésta, dignifican a un Gobierno y justifican la creación de nuevas dependencias.

Para los jóvenes la palabra peligro es desconocida y muchas veces un instante adquiere más valor que toda una vida. No tengo los datos estadísticos para afirmarlo, sin embargo, estoy seguro que una de las principales causas de muerte en la juventud son los accidentes relacionados con el consumo del alcohol.

Gracias a mi amigo Héctor comprendí que los jóvenes muchas veces cometemos el error de perder con efímeros bienestares el inmenso gozo de vivir. Si todo el ánimo y la fuerza de la juventud estuvieran encaminados por la senda correcta sin dejarnos llevar por pequeños instantes, seguramente nuestra historia sería otra. Hay que vivir una juventud plena sin poner jamás en riesgo el más preciado de los regalos de Dios: la vida.

Correo electrónico:

javier_fuentes@hotmail.com

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