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Una agenda de reformas

Salvador Kalifa

Los mexicanos estamos nuevamente en la antesala de otra contienda electoral donde se ventilarán, como en otras ocasiones, dos escuelas de pensamiento económico opuestas, con diferentes variedades intermedias entre sus extremos. La primera, con la cual coincido, visualiza al mundo en términos de las ventajas que vienen de mantener y extender la esfera de acción de los mercados competitivos. Muy pocos políticos mexicanos comparten realmente esa visión. La otra, donde se encuentran Andrés López y sus compañeros del Partido de la Revolución Democrática (PRD), así como algunos dinosaurios del Partido Revolucionario Institucional como Manuel Bartlett, favorece un enfoque más colectivista e intervencionista, se opone al libre comercio y la inversión extranjera, y adopta una actitud hostil frente al capitalismo, las empresas multinacionales y la economía de mercado.

Los enemigos de la economía de mercado, que cobran fuerza precisamente en estas épocas donde prolifera la retórica y desaparece la sustancia, tienen una visión obscura y alarmista de la situación económica del país, y consideran que el remedio a nuestros males está en un mayor intervencionismo del Estado, a quien conciben como un ente ?benefactor? que alivia todas las penas porque va más allá de las ?deficiencias y limitantes? de los mercados. En México, al igual que en el resto de América Latina, los vientos políticos soplan a favor de esta última posición, que se basa en una evaluación errónea de la historia reciente, por lo que al partir de un diagnostico cuestionable, llegan a recetas de cambio igualmente cuestionables, muchas de las cuales tienen un historial enorme de fracasos.

A nuestros políticos no les interesa entender que en todos lados el progreso material de la gente, ricos y pobres, depende principalmente del dinamismo de las economías en las cuales viven y trabajan. La difusión del crecimiento económico moderno es evidencia de que, en aquellas economías donde se cumplen las condiciones políticas y económicas que fomentan un funcionamiento efectivo de una economía de mercado, se da un progreso material a ritmos que, hace medio siglo, hubieran sido considerados como inconcebibles o poco probables. Sin embargo, lograr y luego mantener esas condiciones no es una tarea sencilla, como lo muestra el fracaso en ese sentido de nuestros gobiernos recientes, incluido el de Fox.

Estas condiciones básicas han sido identificadas en muchos estudios y las he mencionado en diversas ocasiones en este espacio: Un gobierno estable, sin desórdenes internos serios; una gobernabilidad efectiva; el imperio de la Ley y el Estado de Derecho; la responsabilidad fiscal y el control de las variables monetarias; que estén bien establecidos y defendidos los derechos de propiedad; que las decisiones económicas descansen esencialmente en las empresas privadas y los individuos; que exista un ambiente de competencia en los mercados de bienes y servicios, en especial el mercado laboral; y que la economía esté abierta a las transacciones con el resto del mundo.

En la mayoría de los casos las principales razones para el fracaso económico de un país ha tenido poco o nada que ver con la aplicación de este modelo ?neoliberal?. Muchos de esos fracasos tienen sus orígenes en problemas crónicos internos. No son las deficiencias de la economía de mercado las que explican los problemas económicos serios de Cuba, Irán, Haití y Corea del Norte.

Por otra parte, México y otros países latinoamericanos que han crecido lentamente en los últimos 20 años, no lo hicieron así por defectos de la economía de mercado, sino por su falta de operación, así como por una mala selección de políticas públicas internas, como lo he comentado en varias ocasiones. No todo el que dice aplicar reformas de mercado en realidad las instrumenta.

Cada país tiene su propia historia, pero el elemento común en aquellos que crecen rápido ha sido la liberalización de la economía, tanto interna como externa. Las economías exitosas registran un vuelco hacia la economía de mercado, donde los derechos de propiedad privados, la libre empresa y la competencia tomaron de manera creciente el lugar de la tenencia estatal de los medios de producción, la planeación y la protección.

La creencia de que México no avanza porque se aplicaron las recetas del modelo ?neoliberal? la comparten muchos, pero ninguno que la suscribe ha explicado porqué si este factor es tan relevante, un número creciente de países previamente pobres han logrado avances substanciales, y algunos hasta espectaculares, adhiriéndose a las prácticas y principios de la economía de mercado. El ejemplo más reciente y dramático es China. En cambio, no hay países que hayan mejorado su posición relativa en los niveles de vida globales siendo menos abiertos al comercio y al capital en los años 90 que en los años 60.

La restauración del crecimiento económico alto y sostenido en México requiere de un ímpetu renovado en las reformas estructurales, cosa que sólo aparece en el discurso de nuestros políticos, quienes a la hora de la verdad no están dispuestos a ensuciarse las manos ni comprometer su popularidad.

El énfasis debe ponerse en las medidas con mayor repercusión sobre el crecimiento en el largo plazo, especialmente las que fomentan la construcción de instituciones que fortalecen la gobernabilidad y reducen la interferencia burocrática en la actividad de los particulares. También se necesitan mejoras en el ambiente de negocios y cambios en la legislación laboral para elevar la flexibilidad en el mercado de mano de obra y acabar con los abusos sindicales. Nada de esto, sin embargo, se vislumbra en la agenda económica de los precandidatos, menos aún en el programa del señor López, quien sigue ofreciendo soluciones indoloras y mágicas que fácilmente cautivan a los ingenuos.

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