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Una herencia maldita

Gilberto Serna

Hubo un gran número de testigos de los hechos ocurridos la madrugada del lunes 21 de febrero en el interior y exterior de un antro ubicado en la colonia Navarro. De las versiones que he escuchado o leído una indica que en el interior del bar un individuo, se enfrentó con quien resultó ser un fotógrafo al que golpeó en el rostro provocándole una hemorragia nasal. Al pretender retirarse del lugar, cuando el joven se disponía abrir la puerta de su vehículo, salió a alcanzarlo Rafael Padilla López, ante quien se había quejado el retratista, lanzando un puñetazo a la cara de Sergio Álvarez Martín del Campo que cayó al suelo, falleciendo seis días después.

La causa de la muerte, dice la nota periodística, un traumatismo craneoencefálico. De ser cierto esto último, he de teorizar que el golpe lo tumbó, cayendo de espalda, provocándose la lesión en la parte trasera de la cabeza al azotar esta contra el piso. En ambas agresiones, se dice, no hubo intercambio de golpes.

Estos son los hechos escuetos, aunque la verdad jurídica queda por establecerse en la averiguación previa que está practicando el ministerio público.

A primera vista, lo que en un desplegado se califica como un accidente, en realidad no lo es, en el sentido estricto de la palabra. Hubo primero una agresión, de parte de Sergio, que de manera violenta quiso poner en su sitio a quien le había faltado al respeto a una jovencita.

Eso empezó y acabó adentro del antro. Lo sucedido afuera es otro asunto que cabe considerarlo, si en efecto el hecho ocurrió como arriba se relata, como un homicidio preterintencional.

Es decir, un evento en que el agresor no esperaba ese resultado. Esto es, no había la intención de privar de la vida a Sergio. Es cierto que el desenlace no se buscó, que nadie quiso, si no que fue consecuencia de algo inesperado que consistió en el golpe que al caer se propinó en la nuca.

Es una desgracia que todos lamentamos y desearíamos, en bien de las dos familias involucradas, no hubiera acontecido. Lástima que el hubiera es una palabra cuyo significado no puede borrar lo que ahí pasó.

En efecto el caso es que ya sucedió, nada puede hacerse a favor del joven que una noche de éstas acudió a divertirse a un lugar público en el que no imaginaba que perdería la vida, ni a favor de quien lamentablemente se convirtió en homicida porque también estaba en busca de pasar un rato agradable.

Algo indeseable está pasando en este país cuando jóvenes de ambos sexos acuden a estos sitios sin que a sus padres parezca preocuparles su seguridad.

Lo que está peor cuando se trata de hijos cuya familia puede proporcionarles guardias privados que llegan a estos centros para evitar sean víctimas de un secuestro. Lo que agudiza la posibilidad de que acaezca una tragedia.

Los encargados de proteger a los jóvenes en estos antros son personal que carece de una preparación que haya sido constatada por la autoridad. La Policía brilla por su ausencia y si quienes participan son hijos de familias adineradas, conocidos como niños bien, parece que la consigna, recibida de sus superiores, fuera la de no intervenir.

La impunidad es mala consejera. Hace que impere la Ley de la selva.

En otro aspecto del caso. En antros, se sabe, suelen expenderse bebidas adulteradas y se le agrega éter al hielo, esto último, con consecuencias devastadoras.

En otros, se autoriza indiscriminadamente el ingreso de adolescentes menores de edad. En fin, formamos parte de una sociedad en la que es común se haga una apología del vicio. Los hombres mayores permitimos que los jóvenes den rienda suelta a sus instintos regocijándonos de que en un pleito hayan demostrado fiereza y ausencia de sentimientos.

Si el joven, olvidándose de que la pelea debe ser franca, logra sorprender a su adversario, cuando éste se encuentra distraído, en la que los clásicos de las peleas callejeras llaman ‘descontón’, será aplaudido por sus amigos no obstante la cobardía que contiene dicha actitud.

En fin, hubo un desenlace fatal que nunca debió darse si las autoridades locales, los padres de familia, los empresarios del ramo, los organismos sociales cumplieran con establecer medidas de convivencia adecuadas. Hay una responsabilidad compartida que debe hacernos reflexionar.

¿En qué momento del camino perdimos los principios éticos que nos legaron generaciones anteriores?¿Le estamos dejando a la juventud actual un modelo de conducta que conlleve el respeto a nuestros semejantes, como presea máxima a alcanzar? ¿O con nuestra lenidad les entregamos la herencia maldita del hedonismo?

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