Hasta hace pocos días, la única oferta norteamericana que existía acerca del tema de la migración era la del presidente Bush.
Se trataba de una declaración política que alentaba un tímido proceso de regularización de la mano de obra inmigrante y de un correlativo reforzamiento de la seguridad de sus fronteras.
Por un lado, ofrecía una reedición del programa paisano, es decir, un programa de trabajadores huéspedes; por otro, para satisfacer a sus correligionarios conservadores, proponía endurecer la seguridad fronteriza.
Esa propuesta no era desde luego suficiente para atender con justicia e incluso con sano pragmatismo el complejísimo problema de la agenda migratoria entre México y Estados Unidos. Sin embargo, ahora mismo, sin serlo, parece una salida progresista y socialmente sensible en contraste con la legislación que aprobó la Cámara de Representantes para enfrentar el tema migratorio.
Este proyecto se reduce a la radicalización de los controles fronterizos y a la persecución de los indocumentados que ya estén en Estados Unidos. El criterio es la criminalización de la migración irregular. Destaca, desde luego, la propuesta de construir un muro fronterizo, o habría que decir, ampliar los muros existentes, para limitar físicamente los cruces fronterizos irregulares.
El resultado será, sin duda, más trabajadores muertos, pues el cierre total de los lugares de tránsito usuales los obligará a travesías por el desierto o por zonas igualmente inhóspitas y riesgosas.
Ninguna persona razonable en México y en Estados Unidos podría apoyar una legislación que reduce el complejo tema de la migración en general, pero en especial la mexicana, a sólo un asunto policial e incluso militar.
El Partido Demócrata ha planteado su oposición a este proyecto, e incluso existen dudas acerca de si el Senado lo votará por mayoría.
Tampoco es seguro que, siendo eventualmente aprobado por el Senado, el presidente Bush lo refrende. Pero sea cual sea el resultado final, lo cierto es que esta Ley es la expresión más clara del terreno político que han ganado los sectores más retrógradas, xenófobos y agresivos en la política norteamericana.
Los números no mienten, y cualquier legislador norteamericano tiene a su disposición los datos que muestran el papel crucial e imprescindible que la inmigración laboral mexicana ha jugado en la economía norteamericana.
También toda la información disponible muestra que ningún terrorista ha entrado a Estados Unidos por la frontera mexicana y mucho menos que en México se genere alguna amenaza terrorista contra ese país.
Incluso, si se trata del tema del narcotráfico, resulta claro que el tránsito de delincuentes y de droga dispone de canales protegidos en ambos lados de la frontera y no requiere de los cruces peligrosos frecuentados por los honrados migrantes laborales, por lo que la imagen del trabajador ilegal transportando droga por el desierto o por el Río Bravo no sólo es absurda sino malévola y malintencionada.
Desde la publicación del libro de Samuel Huntington titulado ¿Quiénes somos?, donde se acusa a la inmigración mexicana de descomponer la unidad cultural de los Estados Unidos, hasta esta legislación criminalizadora de los migrantes mexicanos, lo que podemos apreciar es el fortalecimiento de los sectores políticos que ven en la fuerza y la represión el único modo de resolver los conflictos internacionales y los dilemas de la diversidad social.
Llama la atención que estos paladines de la seguridad mundial sean los que han generado un mundo más inseguro y mucho menos sujeto a la legalidad internacional. También es significativo que en el momento en que esta política extremista empieza su proceso de declive en la opinión pública norteamericana, sea cuando concreta el mayor ataque legal de la historia norteamericana contra su principal socio en América Latina.
Es como si empezaran a “huir hacia delante” y, con ello, como si trabajaran para darle la razón a los Evos Morales y los Hugos Chávez de nuestros días.