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Una tradición electoral

Gilberto Serna

En el pasado eran otras las reglas. El presidente no debería intervenir en un proceso electoral, impidiéndole demostrar públicamente su simpatía hacia cualquiera de los candidatos. Nadie le evitaba que concurriera a los actos masivos o que acompañara al candidato en sus recorridos y sin embargo se abstenía con el evidente propósito de no producir un desequilibrio en las fuerzas políticas en pugna. El presidente es de todos los contendientes, sin excepción, por lo que malamente podía darse el lujo de asistir a un mitin partidista.

No obstante esa evidente demostración de respetuosa ecuanimidad, cuando la libertad de elegir era un mito y los comicios una gran farsa, había el secreto a voces de que el presidente en turno era el que había decidido, mediante el famoso dedazo, quien enarbolaría la bandera del partido en el poder.

Los que participaban en la lucha interna de esa agrupación buscaban que el presidente dijera cual de ellos sería el agraciado.

No había quien disintiera con esa forma absurda de crear un candidato. Esas eran malas noticias para la democracia, pues no había posibilidad de que el candidato surgiera a consecuencia de la decisión mayoritaria de los miembros de ese partido. Aunque cabe decir en descargo de esa manera de ser, que había un consenso mayoritario de que así fuera.

No estaba escrita pero no hacía falta, había una conformidad casi unánime de que tal cual se dieran las cosas. Aunque seamos honestos para decir que ahí no acababa la intromisión del Ejecutivo, sino que en el lapso correspondiente a los comicios constitucionales, de ser necesario, se recurría a procedimientos nada ortodoxos.

Toda una manera peculiar de hacer las cosas marcó esa época. Era una política sui generis pues ¿quién imaginaría que no pasaría mucho tiempo sin que, el nuevo presidente rompiera con quien lo escogió como su sucesor? Al que había traspasado la banda tricolor se le despojaba del halo mágico que rodeaba a los mandatarios, dejándolo tan vacío como el odre que cuelga boca abajo del techo de una vinatería.

Traigo a colación lo anterior por las declaraciones que hizo el presidente Vicente Fox Quesada en Moscú acerca de calificar al PRI como un partido “que encabezó una dictadura represora y autoritaria”, anunciando que participará en los comicios de 2006 haciendo proselitismo tanto a favor de su partido como de sus candidatos. No es nada nuevo ni constituye una sorpresa leer declaraciones emitidas por el presidente que en sus labios adquiere, a querer o no, un sentido provocador y desafiante.

Debe haber en él una fijación mental en contra del Revolucionario, que lo persigue sin descanso o bien, es una estrategia electorera dirigida a deshacer la credibilidad de un contrario en tiempos de elecciones.

¿Es una terca obsesión, que lo conduce de nuevo a mostrar el odio que anida en su pecho, lavando la ropa sucia en el exterior? Me imagino que los oyentes de sus vitriólicos discursos enarcarían una ceja, mientras que con el dorso de la mano, cubriendo sus dedos delicadamente el orificio bucal, disimularían un ahogado bostezo.

No podemos aplaudir una conducta agresiva que va dirigida al desprestigio de la política mexicana, con una animosidad presidencial que en poco ayuda a fortalecernos como nación. El mandatario que sale de viaje a otros países es el embajador por excelencia de lo que somos por lo que no es explicable se dedique a estigmatizar nuestras instituciones cuando lo único que debería preocuparle es pintar una imagen atractiva e idílica de nuestro país.

Lo hace entre nosotros ¿por qué no allende nuestras fronteras? Es obvio que el presidente no quiere conservar el respeto que merece su investidura al desear convertirse en promotor de las bondades de su partido.

Quizá añora aquellos tiempos de entusiasta popularidad en que la retórica era su única preocupación. Lo lamentable es que la actividad que anuncia el Ejecutivo no está dentro de la ética de imparcialidad con la que debe manejarse un servidor público.

En el pasado se hicieron cosas indebidas pero eso no debe servir de excusa para hacerlas ahora. La historia nos indica que si queremos unas elecciones tersas, limpias e invulnerables no es lo más aconsejable que el presidente tome partido. Se violaría la sana costumbre consistente en que un presidente de la República debe inhibirse de participar en procesos electorales, tanto por que violentaría el código de equidad que deben respetar las autoridades, como por que rompería con una tradición electoral, que si bien no está incorporada a las leyes, no por ello deja de ser obligatoria.

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