Mal nacida reforma, la que en 1982 introdujo en la legislación civil el concepto de daño moral, pues no es el instrumento adecuado para la defensa de los derechos de la personalidad, especialmente el de respeto a la vida privada. No lo es ni por su configuración ni por el desarrollo que ha tenido en la vida real. Los jueces han tendido a admitir demandas que no proceden de hechos ilícitos (siendo que es la única fuente de reparación de tal daño), y la mayor parte de los juicios son iniciados por personas poderosas que, acaso por carecer de buena reputación, quieren conseguir con una sentencia una suerte de certificado de que la poseen.
Si Nahum Acosta Lugo concreta su propósito de demandar por la vía civil la reparación del daño moral que le causaron las invectivas lanzadas en su contra, apenas detenido, por dos principales funcionarios de la Procuraduría General de la República, protagonizará el primer caso de un ciudadano común y corriente que busca que se le resarza su honra, lastimada por hechos ilícitos, como son las declaraciones de agentes ministeriales que lo dieron por culpable de delitos cuya indagación apenas comenzaba y de los que a la postre, como demostración plena de esa prisa torpe, fue exonerado. De paso, dará al subprocurador José Luis Santiago Vasconcelos, que tanto lastimó su reputación y su autoestima, una sopa de su propio chocolate, pues el funcionario mantiene en curso un proceso contra Santiago Pando y su esposa Maritza, porque pública y abiertamente, en medios periodísticos reconocidos y en su propia página de Internet (es decir, sin caer en la ilicitud) lo han señalado como responsable de inventar la culpabilidad de la señora Artemisa Aguilar, suposición basada en datos firme como el que los testigos en que se fincó la acusación simplemente han desaparecido.
El derecho a la intimidad es un bien jurídico que debe ser protegido de las intromisiones que hoy permite la tecnología. También debe estar a salvo del chismorreo irresponsable aunque, a mi juicio, la maledicencia se derrota a sí misma. Me ha ocurrido ser mencionado o aludido en diarios, revistas y libros en una mezcla de mentiras y sandeces, que me tiene sin cuidado, porque esas prácticas pintan más a los autores que a los destinatarios. Aquéllos son torpes lanzadores de fango o heces que se ensucian al manipular sus proyectiles y los disparan sin fuerza por lo que apenas tocan sus blancos.
Quien es dueño de su propia honra y rectitud no requiere defenderlas en los tribunales. Cuando a uno le ladra un falderillo, no se pone a gatas a imitarlo y encararlo.
Pero no niego la necesidad de una regulación jurídica, en vez de apelar ingenuamente a la automoderación y a la decencia. No dejo de advertir, sin embargo, la especial complicación que aparece cuando se trata de garantizar el derecho a la vida privada, en cotejo con las necesidades sociales de información. En 1961 fracasó un intento de hacerlo en la Gran Bretaña. Lord Mancroft, autor del proyecto de Ley que pretendía proteger el derecho a la intimidad explicó el fracaso porque, dijo, “fui incapaz de establecer una distinción precisa entre lo que el público tiene derecho a conocer y lo que un hombre tiene derecho a conservar para sí mismo”.
La protección legal de la vida privada en México es sumamente deficiente. Es dudosa la vigencia de la Ley de imprenta, reglamentaria de los artículos 6o. y 7o. de la Constitución, emitida en fecha tan remota como 1917, el mismo año de la promulgación de la carta que reglamenta. En su artículo primero considera ataque a la vida privada “toda manifestación o expresión maliciosa hecha verbalmente o por señales en presencia de una o más personas, o por medio de manuscrito, o de la imprenta, el dibujo. litografía, fotografía, o de cualquiera otra manera que, expuesta o circulando en público o transmitida por correo, telégrafo, radiotelegrafía o por mensaje o de cualquier otro modo, exponga a una persona al odio, desprecio o ridículo, o pueda causarle demérito en su reputación o en sus intereses”.
El Código penal federal, en su artículo 350 (que forma parte del capítulo llamado “delitos contra el honor”) dice que “la difamación consiste en comunicar dolosamente a una o más personas la imputación que se hace a otra persona física, o persona moral en los casos previstos por la Ley, de un hecho cierto o falso, determinado o indeterminado, que pueda causarle deshonra, descrédito, perjuicio, o exponerlo al desprecio de alguien”.
Los códigos penales locales suelen incluir definiciones semejantes. El del Distrito Federal, reformado en 2002, dice casi lo mismo que el federal en su artículo 214: la difamación consiste en comunicar, “con ánimo de dañar... a una o más personas la imputación que se hace a otra persona física o moral, de un hecho cierto o falso, determinado o indeterminado, que puede causar o cause a ésta una afectación en su honor, dignidad o reputación”.
Puesto que las más de las veces las personas acusadas penalmente por esos delitos son profesionales de la información, y con ello se lesiona un derecho humano muy importante para el sano funcionamiento de la sociedad, los organismos internacionales en la materia (la Comisión interamericana, por ejemplo) pugnan por despenalizar esos delitos de comunicación. Para no dejar inermes a las personas que juzgan lesionada su reputación, hace falta entre nosotros una reforma a la Ley civil que defina con precisión los valores protegidos y no inhiba la información.