El asesinato de dos niñas en Ciudad Juárez, el salvajismo con que fueron ultimadas excede la capacidad de comprensión (al menos la mía) sobre el feminicidio que hace más de una década ha caído como una maldición, como una plaga sobre aquella población fronteriza. No puede decirse que nada se hecho por enfrentar ese grave y degradante fenómeno. Sí puede afirmarse, en cambio, que todo esfuerzo ha sido inútil, pues las muertes violentas de mujeres continúan como si no existieran el aparato y la voluntad gubernamental destinadas a diagnosticar las causas de tales atrocidades, a prevenirlas y a castigarlas. Si en esa frontera hay una guerra entre el Estado (los tres niveles de Gobierno) y la sociedad por un lado, y la violencia criminal por otro, ésta va imponiéndose en esa guerra.
Atenidos a la formalidad del empeño contra el feminicidio, se diría que es peor la situación en Sinaloa, según el diagnóstico que me ha comunicado Manuel Clouthier Carrillo, director general del diario Noroeste. En esa entidad, —donde a razón de dos ejecuciones al día han sido ultimadas cerca de 250 personas en lo que va de este año— se ha pasado de la “tradicional complacencia” del Gobierno estatal con el narcotráfico, a la “complicidad”, según revela alarmado Clouthier Carrillo. A su turno, denuncia, el Gobierno Federal (y enumera al Ejército, la PGR y el presidente Fox) contribuye con sus omisiones a la indefensión de los sinaloenses, que padecen miedo todos los días en todos los niveles sociales.
Pero no podemos incurrir en el candor de suponer que la destrucción de mujeres en Juárez (y también en Chihuahua capital) existe sin complicidades con personal policiaco y de otras ubicaciones en aquel estado. Leamos lo que dice en el prólogo de su libro Cosecha de mujeres. Safari en el desierto, la periodista texana Diana Washington Valdez (que citamos como invitación a su lectura completa):
“El terror y la desenfrenada violencia vinculada al cártel de los Carrillo Fuentes fueron de gran utilidad para encubrir a los poderosos juniors a los que un funcionario federal atribuyó la comisión de estos asesinatos para proteger sus intereses financieros. Por muchos años, los sospechosos permanecieron ocultos. Pero al final el velo fue descubierto y esto provocó una serie de amenazas. En el año 2004, tres policías mexicanos me enviaron un mensaje de advertencia para que detuviera y abandonara mi investigación. Otra fuente mexicana me reveló que los juniors están preocupados, no quieren que sus nombres sean divulgados”.
Cuando no hay amenazas, hay desdén e indiferencia. Sergio González Rodríguez, de los primeros en manifestar preocupación (e indignación) organizada por los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, hizo saber con prudencia que “expertos de seguridad nacional señalaban que las autoridades debían entrevistar a varias personas que podrían ayudar en el esclarecimiento de algunos de los crímenes: Manuel Sotelo, Arnoldo Cabada, Miguel Fernández, Tomás Zaragoza, Jorge Hank Rohn y Valentín Fuentes”. Ahora algunos de ellos están en mejor condición de ofrecer esa información, pues Cabada (concesionario de una televisora local) y Fernández (concesionario de Coca-Cola en la ciudad) forman parte del ayuntamiento del priista Héctor Murguía. Sotelo forma parte de la Comisión de honor y justicia del municipio. Y Hank Rohn es el alcalde de Tijuana.
En Sinaloa la desprotección de los ciudadanos es, si cabe, mayor que la sufrida por quienes viven en Ciudad Juárez (entre los cuales se incluyen a las personas que se indignan porque se identifica a ese municipio con la violencia letal contra las mujeres, como si no fuera verdad o se tratara de un factor social nimio).
En la frontera chihuahuense puede esperarse que la fiscal especial María Urbina y la comisionada Guadalupe Morfín avancen en sus tareas y, de ser imposible progresar en ellas, denuncien los obstáculos que les impidan realizarlas. No deben quedar en la condición de meros parapetos que encubren las omisiones y acciones de otros agentes del estado. Pero en Sinaloa ni siquiera en la mera formalidad se combate la violencia asesina. Y cuando se dice que se hace, la tarea se concreta en la coordinación de las autoridades locales y las federales. Y el resultado, según Clouthier Carrillo es que estas últimas son neutralizadas por los intereses de aquéllas, aun en el supuesto de que tuvieron un genuino propósito de perseguir a los delincuentes que a diario siegan vidas.
El narcopoder es como la humedad: se cuela en todos los resquicios. No se ignora su presencia determinante, en mayor o menor medida, en la vida de los reclusorios en todo el país. En uno de la Ciudad de México, el sur, en menos de una semana se exhibieron dos muestras del poderío delincuencial y la endeble condición del sistema penitenciario para enfrentarlo. El sábado 14 se fugó de ese penal el narcotraficante guatemalteco Otto Herrera García, que estaba en trance de extradición a Estados Unidos. Y el miércoles fue asesinado otro interno de ese reclusorio, Alejandro Vidal Vázquez. Uno y otro, el prófugo y el muerto, tenían algún vínculo con Joaquín Guzmán Loera, “El Chapo”, activo promotor de la violencia en Sinaloa y cuyo hijo Iván Archibaldo es huésped desde el lunes de la mismísima cárcel donde se produjeron los episodios a que me refiero.
Amén de los peligros de mantener a presos del narcotráfico en reclusorios locales, debe recordar el Gobierno del DF que sus reclusorios son una bomba de tiempo.