El umbral de tolerancia de la población mexicana a la violencia es cada vez más alto y los sensores sociales cada vez menos sensibles.
En el reportaje especial que en su edición de hoy publica El Siglo de Torreón, autoridades y académicos coinciden en que el ciudadano ha perdido su capacidad de asombro ante hechos violentos y los ha ido aceptando como parte de su vida cotidiana. Nada más peligroso que esto.
Cuando una sociedad es despojada de su sensibilidad, también pierde su posibilidad de crear mecanismos de defensa contra los fenómenos que la afectan. Si no es capaz de percibir sus problemas, mucho menos de hacerlos conscientes para intentar resolverlos y el cáncer seguirá creciendo hasta que no haya un solo órgano sano.
A decir de los analistas y los funcionarios, son varios los factores que han contribuido a generar un entorno social apto para el arraigo de la violencia: a la hostilidad de la realidad económica, el vacío moral y la descomposición del núcleo familiar se unen las adicciones y los medios de comunicación. Los primeros parecen abrir la herida; los segundos, la hacen sangrar y evitan que cicatrice.
La realidad es cruda. En tan sólo cinco años (de 1999 a 2004), más de 30 millones de mexicanos mayores de edad fueron víctimas de algún delito, según una encuesta avalada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Pero es necesario decir que la delincuencia es la cara visible de la violencia.
Detrás de ella se esconde la que más daño hace, la “imperceptible”, la que se reproduce a todos los niveles: en el hogar, con el vecino, en la colonia, en el trabajo, en los estadios, en la calle, en los medios de comunicación. Todos pueden ser víctimas de unos y a la vez victimarios de otros.
La enfermedad avanza, y mientras la sociedad no sea consciente de su padecimiento y por el contrario se acostumbre a él, el remedio no llegará jamás.
