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Vulnerabilidad financiera I

Salvador Kalifa

En los primeros días de marzo de 1994 asistí, junto con otros tres economistas, a una cena en Monterrey con el entonces director del Banco de México (Banxico), Miguel Mancera. En esa ocasión se comentaron varios temas, destacando uno en particular. Las reformas económicas de la administración de Carlos Salinas y la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte aumentaron la entrada de capital externo a México, lo que para comienzos de ese año había llevado las reservas a lo que entonces era un nivel récord.

Mancera preguntó nuestra opinión sobre la posibilidad de reducir el piso de la banda cambiaria con el dólar para disminuir la acumulación de reservas. Esto permitiría absorber los dólares en el mercado con una apreciación del peso. La conversación fue interesante, aunque unos días y meses después el asesinato de Luis Donaldo Colosio y el alza abrupta de las tasas de interés en Estados Unidos se conjugaron para hacer irrelevantes las conclusiones de esa reunión y, junto con malas decisiones de política económica, arrastrar al país a una de sus crisis financieras más severas.

Esa no fue la primera vez en que nuestras autoridades sobrestimaron la fortaleza de nuestra economía para absorber sin peligro un flujo de capital externo. En 1979-80, ante los crecientes ingresos petroleros, José López Portillo habló sobre el reto de administrar la abundancia. Lamentablemente para él y el resto de los mexicanos, el desplome de los precios de los hidrocarburos en el verano de 1981 inició un éxodo de capitales que se agravó por un manejo torpe de la política económica durante 1982, culminando en el agotamiento de las reservas internacionales y la pérdida completa del control de la economía.

Estos acontecimientos explican, en gran parte, la convicción popular de que desde 1976, al final de cada administración (excepción de 2000) hemos experimentado una crisis financiera. No dudo, por tanto, que la proximidad de las elecciones presidenciales inquiete nuevamente a los inversionistas, nacionales y extranjeros, quienes pudieran temer el surgimiento de alguna “turbulencia” similar a la de varios de los más recientes cierres de sexenio.

En este contexto vale la pena subrayar que las condiciones macroeconómicas actuales distan mucho de las que existieron en cada uno de los episodios traumáticos de depreciación del peso, espiral inflacionaria, alza de tasas de interés y recesión económica que caracterizaron las crisis de 1976, 1982 y 1994. Ello no significa, sin embargo, que nuestra economía es inmune a cualquier evento negativo, económico o político, por lo que conviene tener una idea de nuestra vulnerabilidad financiera, en particular en los albores de unas elecciones que serán bastante reñidas.

Considero que los años relevantes para evaluar los riesgos de movimientos abruptos en nuestras variables financieras durante el próximo año, en particular las tasas de interés y el precio del dólar, son 1982 y 1994. En ambas ocasiones experimentamos, como preámbulo al estallido de las crisis, una creciente debilidad presupuestal, un déficit alto de cuenta corriente en el marco de un régimen de tipo de cambio administrado, y una entrada fuerte de recursos de corto plazo que al revertirse hizo insostenibles el desequilibrio externo y el precio del dólar. ¿Cuál es la situación hoy día?

En la actualidad las finanzas públicas están casi en equilibrio y contamos con un precio del petróleo relativamente alto, por lo que no se vislumbran desequilibrios fiscales que puedan trastocar el desempeño económico del país en el corto plazo. Las cuentas externas tampoco muestran niveles de preocupación. El déficit de cuenta corriente se ubica por debajo del dos por ciento del PIB, cifra muy inferior al seis y siete por ciento que contribuyó a generar las crisis de 1982 y 1994. El déficit actual, además, se financia con las entradas de inversión extranjera directa (IED), en contraste con el papel que jugó el capital de corto plazo en el financiamiento de aquellos déficits.

La otra gran diferencia con las crisis de 1982 y 1994 es el régimen cambiario en vigor. En la administración de López Portillo el precio del dólar estaba prácticamente fijo, con una depreciación minúscula denominada desliz, que obligaba a Banxico a defender el nivel del tipo de cambio. La administración de Carlos Salinas aplicó una banda de flotación, que si bien era más amplia que un desliz (la diferencia entre piso y techo rebasó en ciertos momentos el diez por ciento), todavía obligaba a Banxico a intervenir comprando (vendiendo) dólares cada vez que el precio de esta divisa se colocaba en el piso (techo) de la banda.

Hoy tenemos un régimen cambiario de flotación, en el que las autoridades monetarias se abstienen de intervenir en el mercado de divisas con el fin de defender un tipo de cambio con el dólar. Esta flotación, sin embargo, no es pura, ya que PEMEX, el más importante generador de divisas, vende (compra) los dólares que obtiene (utiliza) a Banxico, quién a su vez subasta diariamente la mitad de lo que acumula en sus reservas. Aún así, el costo de la volatilidad en el precio de las divisas lo absorben, casi en su totalidad, los agentes económicos, lo que contrasta con los tiempos de crisis financieras.

La flotación explica, en gran parte, el hecho de que los flujos de capital de corto plazo, el elemento perturbador más importante de las variables financieras, se hayan mantenido alejados del país hasta diciembre de 2003. Si la situación siguiera así, podríamos concluir que la relativa fortaleza macroeconómica y la confianza que inspira un alto nivel de reservas reducen mucho la probabilidad de un sobresalto en las tasas de interés y el precio del dólar durante la época electoral de 2006. Lamentablemente, como veremos la semana próxima, ese quizá no sea el caso.

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