Los jefes de Estado de México, Canadá y Estados Unidos firmaron la semana anterior en Waco, Texas, USA, un acuerdo para integrar con las tres naciones en un grupo de interés común que trabajará, en principio, sobre asuntos de seguridad fronteriza, cultura humana y nivel de vida en áreas limítrofes del sur y del norte de USA. De los tres asuntos el primero es el que verdaderamente preocupa al presidente estadounidense, George W. Bush.
Éste proyecto resultaría atractivo si constituyera una tripartita y espontánea intención norteamericana hacia la consolidación de un conglomerado político, social y económico de naciones, como es la Unión Europea, con sus mismos elementos y características fundamentales: una presidencia ejecutiva que se turne entre los tres países, un Congreso
integrado por representantes de todas las naciones, una moneda única para fortalecer el comercio exterior e interior en toda Norteamérica, la expedición en las tres naciones de leyes migratorias que regulen un libre flujo y oportunidades laborales para canadienses, estadounidenses y mexicanos bajo normas de confianza y la previa existencia de una común decisión de armonizar el desarrollo de los tres países.
Visto así el proyecto aplaudiríamos con entusiasmo la iniciativa de la Casa Blanca, pero el retorcido gusanillo de la experiencia histórica nos recomienda amarrar las riendas del menor intento entusiástico. Para empezar tendríamos que recordar nuestra triste historia y reconocer la notoria asimetría política, económica y social entre México y los dos países al Norte; tríada en la que somos la nación más débil.
Canadá y Estados Unidos parecen haber crecido en paralelo, toda proporción guardada, tanto en su régimen democrático como en la apertura de la economía, en la consolidación de sus respectivos sistemas monetarios y en los rasgos culturales y sociales de sus estados o provincias. Ambos mantienen un sistema de partidos políticos que se mueven en los extremos de sus dos ideologías fundadoras: conservadores y liberales, republicanos y demócratas. Su masa demográfica está formada por una mayoría de descendientes de inmigrantes europeos y una minoritaria población de aborígenes; pero todos conviven bajo el imperio de un Estado de Derecho, trabajo productivo y respeto general a las normas fundamentales jurídicas o consuetudinarias.
Nosotros apenas estamos en la ruta. Ya abrimos nuestra economía al libre comercio, ya tenemos un sistema político de partidos con varias experiencias electorales sin conflictos posteriores, aunque no estemos satisfechos del todo, pues nos abruma el costo de la democracia y nos confunden la intolerancia, el escándalo y la corrupción que se observa en los líderes políticos. Más esto será transitorio, y pronto nos acostumbraremos a lidiar con las dificultades y la inexperiencia políticas por medio de la práctica constante de la legalidad, la libertad y la tolerancia.
Sin embargo contemplamos, con justificado temor que el actual Gobierno signe convenios internacionales de vigilancia armada fronteriza en un ambiente de relativa secresía, como sucedió en la ultima junta tripartita. Comprometernos, así de pronto, por la seguridad de nuestra colindancia al Norte no va a ser poca cosa, pues convertiremos a México en filtro migratorio y contra fuerte de Estados Unidos; así pues, cualquier ataque a dicho país, proceda de dónde proceda, podría empezar por hacer estragos en nuestro territorio. Como decía el tío Filogonio: ¿Y nosotros en qué nos remediamos?
¿Tendrán nuestros campesinos en el futuro inmediato la oportunidad de pasar dignamente la frontera para trabajar en Estados Unidos y Canadá con salarios decorosos y residencia jurídica segura? Si no hay respuesta migratoria y laboral correcta de la Casa Blanca a las peticiones del Gobierno de Fox ¿en qué medida se beneficia México al firmar tan publicitado acuerdo de unidad norteamericana?
Somos buenos vecinos desde siempre y para siempre, lo reconocemos, aunque lo de “buenos” sea un tradicional ripio de la discursiva diplomacia bilateral. Los mexicanos tenemos clavado el recuerdo de las expoliaciones yanquis de 1848 sobre los territorios mexicanos al norte del Río Grande, desde Texas hasta la alta California y, aunque disimulemos, también nos hiere el notorio desprecio con que los kukuxclanes estadounidenses tratan a nuestros compatriotas que se ven compelidos a buscar en aquella nación los satisfactores económicos que nuestros gobiernos les niegan. Si no, véase la conjura de los indignados cow-boys de Arizona contra los migrantes ilegales mexicanos, iniciada precisamente el día de ayer.
Si hemos de iniciar una nueva etapa en las relaciones de los tres países de América del Norte será necesario que nuestro presidente, Vicente Fox, se vista con el traje y la dignidad de don Benito Juárez para exigir respeto y trato digno y equitativo en el proyecto de consolidar la región norteamericana. Lázaro Cárdenas, Ruiz Cortines, López Mateos y Díaz Ordaz practicaron en su oportunidad histórica el clásico “quid pro quo” en las convenciones internacionales. ¿Por qué no hace lo mismo el actual mandatario mexicano?