Estoy a un poco más de un mes, son veintinueve años equiparables a veintinueve segundos bajo el agua, así de intensos. Me congratulo por los momentos felices, también por los dolores y penas; gracias al fracaso aprendí lecciones que nadie hubiese podido enseñarme; era necesario tropezarse para valorar la gloria. Hoy comprendo la fragilidad, lo efímero de nuestra circunstancia como seres humanos. Será intento diario el no desperdiciar un solo día en el absurdo. Bien lo dijo John Lennon: “la vida es algo que se nos va mientras estamos haciendo otras cosas”.
No hace mucho tiempo tuve una conversación maratónica con mi grupo de amigos de siempre. Hablamos de las diferencias generacionales e inevitablemente experimentamos un dejo de nostalgia. Seré honesto: era fabuloso ser niño. En la colonia capitalina donde crecimos no existían grandes peligros que impidiesen largos trayectos en bicicleta, caminatas y excursiones cuyo fin lo marcaba la imaginación y sus alcances. Nuestra infancia transcurrió sin grandes sobresaltos dado que el impacto publicitario era menor; las necesidades absurdas y el estatus como patrón de comportamiento llegarían posteriormente.
Un México donde en lo que a política se refiere no habían sorpresas. El candidato del PRI ganaba por un amplio margen y al finalizar su mandato heredaba a la ciudadanía una situación financiera dantesca, desastrosa. Los padres de los amigos a los que me refiero pendían de un hilo, sin embargo, en su infinito afán por preservar la unión familiar hacen hasta lo imposible para que sus hijos no notasen cuán rápido se les desmoronaba la existencia. Por algo nos llaman la generación de la crisis.
Carentes de Internet, las visitas tanto a bibliotecas como a la librería constituían el mejor acceso al conocimiento. La tiendita de la escuela era un lujo accesible: por unos cuantos pesos comprabas gran parte de lo anunciado por Chabelo en su programa dominical. Todos recibíamos “domingo”, y parte del mismo iba a parar al cochinito: la cultura del ahorro como constante, deber y responsabilidad. También la conseja de que nada llegaría gratis y sólo a partir del esfuerzo lograríamos cualquier anhelo. Hasta hoy sigo pensando en la inexistencia de lo imposible.
Recientemente acudí a una discoteca que no corresponde a mi rango de edad. La escena presenciada únicamente la puedo calificar como patética: chavitos de 18 años agitando sus tarjetas -platino y negra- con el objeto de conseguir botellas de champaña y de paso impresionar a la galana en turno. ¿Dónde quedan los límites, la importancia de establecer frenos? Que luego no nos sorprenda el que tales mocosos demanden un Ferrari para Navidad.
Como adolescentes tuvimos una vida nocturna agitada. Del famoso domingo salían las copas: alcanzaba para ron barato. Cero tarjetas y a la novia en turno te la llevabas a cenar tacos; ocasionalmente -en los aniversarios- juntabas un extra y al restaurante se ha dicho. Sin afán de generalizar se percibe que ciertas niñas son muy exigentes y no se conforman con cualquier cosa. ¿A qué conclusión llegamos? ¡Hay que mandarlas a volar! Una relación debe estar basada en sentimientos y valores profundos, de otra forma sólo se pierde el tiempo.
Las generaciones actuales son espléndidas, vienen pisando fuerte. Afirmar que abuelos, papás o hijos fueron mejores es errarle gacho: los tiempos y las circunstancias cambian. Lo único que busco es narrar algunas vivencias aunque evocar el pasado me divierte y también alimenta aquella capacidad de reír que ojalá nunca pierda.
Conforme mis amigos y yo fuimos creciendo, a la par se extendió el horario de llegada por las noches. Si por alguna casualidad osábamos rebasar el tiempo límite, las reprimendas no se hacían esperar. En honor a la verdad inventamos varios pretextos para arribar más tarde: “se tardaron media hora en traernos la cuenta”, “Fulanita perdió el boleto del valet parking”, o “a Santiago le pegaron en la defensa de atrás, pero estuvo leve”. ¿La mejor de todas? Un amigo se saltó la reja y regresó al bar, nunca lo cacharon. Peritas en dulce nunca fuimos.
Podríamos seguirle con un gran cúmulo de historias sobre la plática retrospectiva que nos aventamos mis amigos y un servidor. Como inferirás, lector querido, existen capítulos imposibles de publicar. Quizá en un futuro escribiré un libro.
Al cumplir años reflexiono. La edad que tengo no la cambio por nada: primero muerto que volver a tener dieciocho. Con sus alegrías y tristezas el pasado fue más llevadero gracias a nuestros padres y a todo lo que lucharon por sembrar: aquello tangible, profundo y verdadero.
Desde luego que no fracasaron.