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“Cuando calienta el sol/aquí en Tikrit...”/Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Quizá sea por las nociones que nos han instigado nuestros mayores a punta de cuentos de hadas, en los cuáles los monarcas son un costal de refinamientos, monerías y frases sabias; el caso es que la gente tiene una imagen notoriamente inexacta de lo que son los reyes y su vida cotidiana. De la misma manera que Hollywood nos ha acostumbrado a considerar a los tiranos plebeyos como malos de toda maldad, capaces de atrocidad y media; y a los que, por extensión, se considera incapaces de actitudes y costumbres mundanas.

Ambas imágenes son inexactas. Los numerosos escándalos a que nos han venido acostumbrando los miembros de la Casa de Windsor desde hace décadas (Por no mencionar a los reyes que aparecen en ambas versiones de “Shrek ”) deberían haber convencido al culto público que las monarquías en la intimidad pueden ser tan charras como cualquiera de nosotros. Y que la sangre azul no es patente de cortesía y diplomacia: Felipe de Edimburgo, el esposo de Isabel II de Inglaterra, es universalmente conocido por las metidas de pata que comete casi cada vez que abre la boca, sea por comentarios racistas, sea por ignorar olímpicamente eso que se da en llamar la “correctez política”.

¿Y qué me dicen de los dictadores que no portan corona? Y no me refiero a luminarias como Hugo Chávez y sus disfraces y lenguaje de bongosero. No, aquí me remito a algunos de los más notorios monstruos de la historia, y cómo a pesar de su imagen de Tipos Rudos, también tenían sus debilidades , y a veces solían caer en la cursilería más melcochosa.

Es un hecho, por ejemplo, que Mussolini admiraba abiertamente a Rodolfo Valentino. Ahí donde lo ven, con su perenne jeta de mastín y sus gestos de emperador de opereta, a Benito le encantaban los culebrones silentes de quien fuera, quién sabe cómo o por qué, el epítome de la galanura cinematográfica durante varios años. No sólo eso: cuando murió Valentino, Mussolini mandó una escuadra de sus temibles Camisas Negras (versión latina de las SS) para hacerle una escolta de honor al ataúd, alegando que Valentino “encarnaba la virilidad del hombre italiano”. Sí, Mussolini no sabía ni en qué planeta estaba parado. Por eso terminó colgado de los pies, como res.

A propósito de esos años: se dice que a Hitler lo único que le provocaba un mínimo de ternura era una perra alsaciana llamada Blondie, que lo acompañó hasta el final (no que el chucho haya escogido su destino, todo hay que decirlo). La verdad es que, de los kilómetros y kilómetros de película que uno puede analizar sobre la vida personal del Führer, sus únicos rasgos de bondad aparentemente sinceros pueden localizarse cuando anda de meloso acariciando a su perra (Blondie, no Eva Braun, a quien trataba con la punta del pie). Aunque, para ser francos y objetivos, hay que hacer dos comentarios al margen:

Uno: Blondie murió en el búnker cuando en ella se probó el veneno con el que Hitler pensaba suicidarse. Puede argüirse que lo hizo para evitarle a su Firuláis el triste destino de terminar, como miles de soldados alemanes, en Siberia. Pero en todo caso, eso de mandar matar a la perra de uno, la verdad, es digno de un hijo de ídem.

Dos: En la magnífica miniserie de TV “Hitler: el ascenso del mal” (“Hitler: The Rise of Evil”, 2003), en la que Robert Carlyle hace una brillante interpretación de Hitler en su camino a convertirse en dictador, hay una escena en que el joven Adolf, siendo soldado en la Primera Guerra Mundial, azota a un perro. Al director Christian Duguay se le cuestionó la veracidad de tal conducta, y éste argumentó que en las cintas en que se ve a Hitler con su perra, es notoria la desconfianza del animal hacia su amo. Y sí, ya cuando uno se pone a fijarse en el chucho en vez de en el Führer, el can se ve ciscado… como un animal acostumbrado a los malos tratos. Ahí se los encargo…

Stalin es otro monstruo que, a pesar de todo, tenía un notable rasgo humano: admiraba a Charles Chaplin. Al parecer las únicas muestras de buen humor del genocida georgiano (aparte de cuando mandaba ejecutar a sus conocidos, órdenes que lo ponían de ánimo ligero) era reír a mandíbula batiente con las películas del gran mimo… como cualquier hijo de vecino.

Ya más cerca de nosotros, otro amante de los animales era Anastasio Somoza junior, dueño y señor de Nicaragua. En su finquita allá en Managua, más o menos del tamaño de la que Arturo Montiel tiene en Málaga, Tachito mantenía un zoológico bastante bien surtido. Se dice que sus bestias predilectas eran los leones… a los que, según conseja popular, alimentaba con aquellos opositores que osaban andar de levantiscos en contra de su brutal dictadura. Sí, los felinos se nutrían con carne humana. Bueno, con lo que cuestan las %&$# croquetas, uno puede menear afirmativa, pensativamente la cabeza.

Y como tenía que ser, el tirano más longevo de los últimos tiempos, Fidel Castro, también ha demostrado tener su corazoncito. Se dice que al Comandante le encantan las telenovelas de todo tipo; y por ejemplo no se perdía, allá en los años setenta, la serie brasileña “Isaura”… la primera de su tipo de audiencia realmente mundial: se transmitió en más de 120 países.

Todas estas digresiones tienen que ver con la noticia dada hace algunos días por un periódico norteamericano en el sentido de que, cuando en diciembre de 2003 Saddam Hussein fue capturado por las fuerzas yankis en el agujero de rata en que estaba escondido, entre sus pertenencias personales se hallaba el disco “Romance 2”, de Luis Miguel.

¿El Carnicero de Bagdad escuchando a Luismi? ¿Uno de los tiranos más brutales de una región en donde esos especimenes abundan, oyendo “No sé tú”? ¿El señor de horca y cuchillo de Irak poniendo ojos de borrego en precipicio mientras tarareaba “Tú, la misma de ayer, la incondicional…”? (Trepado en un MiG-29 de su Fuerza Aérea, supongo. Digo, si no se da uno esos gustos, ¿qué chiste tiene ser dictador?). Pues sí, mis estimados.

Al respecto habría que hacer dos consideraciones fundamentales.

La primera, obvia, es que como nos lo enseñan los ejemplos referidos con anterioridad, incluso los tipos más deleznables y execrables pueden dar muestras de cursilería o simple sensibilidad. Así que, ¿por qué habría de ser la excepción el señor Saddam Hussein? Después de todo es un hombre de familia y preocupado por su patria, que mandó asesinar a sus yernos, puso a su hijo a torturar a los atletas olímpicos iraquíes que no se desempeñaron según lo esperado, y se construyó docenas de palacios con excusados de oro mientras su pueblo moría de hambre por las sanciones de la ONU. Digo, de alguien así se pueden esperar cualquier tipo de perversión… incluso la de oír a Luis Miguel, metido en un agujero, en tanto sobre su cabeza la División 101 Aerotransportada andaba buscándolo como gallina despescuezada.

La segunda consideración es que los mexicanos solemos olvidarnos del impacto que nuestra cultura ha tenido y sigue teniendo en otras latitudes. Hace medio siglo, las únicas películas en castellano que se veían en toda Latinoamérica eran mexicanas. Pedro Infante no era un fenómeno sólo mexicano: había clubes de admiradores suyos en Perú, Chile y Colombia.

Habría también que tener en cuenta que, hace veinte años, telenovelas mexicanas como “Los ricos también lloran” se transmitían en docenas de países. Recuerdo mi sorpresa y estupor allá en 1986 cuando, en una trattoria de Nápoles, (la ciudad del Vesubio, no la colonia chilanga) me topé de manos a boca con la imagen de la Chaparra Castro en la pantalla televisiva, hablando (doblada, of course) un italiano chillón, mientras increpaba a su galán como si fuera jefa de la Camorra (versión napolitana de la Cosa Nostra siciliana). La mitad de los parroquianos seguían el diálogo con la boca abierta.

A propósito de la Chapis: también habría que recordar que Boris Yeltsin le confirió la Orden de Lenin a Verónica Castro, por su encomiable labor en pro de embrutecer y atarantar al pueblo ruso con sus telenovelas, para su mejor manipulación por parte del borrachín líder de todas las Rusias. Agradecido el hombre.

Quizá lo que más llame la atención es que en el mundo árabe, en donde se habla un idioma totalmente fuera del árbol lingüístico del castellano, tenga pegue Luis Miguel. Bueno, una de las virtudes de la globalización es, precisamente, que podemos tener acceso a formas de expresión de todo tipo y de todas partes, sea música libanesa, películas iraníes o videos musicales hindúes (que les recomiendo ampliamente: son hilarantemente desconcertantes. Cuando vivíamos en Canadá, mi hija Constanza y yo nos pasábamos una hora los domingos por la mañana, muertos de risa, viendo aquellas extrañas muestras en un canal para público indostano).

Aunque, pensándolo bien, ¿qué pensarán de México quienes oigan a Luismi y luego caigan en la cuenta de que son hits de hace décadas; o cuando sepan lo mamucas que suele comportarse con el resto de la Humanidad? Peor aún, ¿qué pensarán de nosotros cuando se enteren que el muy burro botó a Sofía Vergara?

Chín. Ahí va algo de nuestro orgullo patrio. En fin.

Consejo no pedido para llevar a México en la piel sin quemarse: sobre las aficiones de Stalin, vea “El círculo del poder” (The inner circle, 1991) con Tom Hulce y Bob Hoskins como un escalofriante Beria. Provecho.

Correo:

francisco.amparan@itesm.mx

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