El País
MADRID, ESPAÑA.- La primera imagen de Taxi Driver muestra una espesa y ralentizada capa de humo y un monstruo que sale de su guarida y la atraviesa. Ese bicho no tiene raíces mitológicas, no lanza amenazas apocalípticas ni expulsa fuego por la boca. Sólo es un taxi de color amarillo que recorre la noche de Nueva York. Lo conduce un hombre joven llamado Travis Bickle, alguien con mirada obsesiva y expresión de sonámbulo. Nos muestran sus ojos en primer plano y hay miedo en ellos, desesperación, soledad y locura.
Lo ambienta musicalmente un saxo lírico y triste que habla de cosas relacionadas con la soledad, la pérdida, el luto y la intemperie. Pero de repente la balada intimista se transforma en una catarata operística que desprende terror y tragedia, que nos hace presagiar que todo será terrible en la historia que nos van a contar, que el cerebro enfermo de ese guardián de las sombras contiene una olla a presión, que la violencia y la sangre que va a provocar el inquietante personaje de la ficción también va a salpicar la retina y la sensibilidad de los mirones en la sala oscura con una intolerable sensación de realidad. El arranque de esta película incomparable y febril te provoca tensión. Al final tus emociones están convulsionadas. Esas imágenes, sonidos y atmósfera te van a impregnar perdurablemente a lo largo del tiempo. Es un privilegio del clasicismo.
Treinta años después no recuerdo ninguna película que haya retratado con lenguaje tan poderoso y complejidad tan turbadora el abismo mental de una persona desolada, el ogro sangriento en el que puede degenerar el insomnio, la necesidad de buscarse un enemigo cuando sólo existe la desesperanza y el fracaso de los sueños, el odio contra el universo que puede provocar la intemperie del alma, el alarmante estatus de heroísmo popular que puede llegar a alcanzar la matanza de un tarado y kamikaze justiciero urbano.
Martin Scorsese había frecuentado anteriormente en su insólito y atractivo cine las malas calles, pero necesitaba encontrarse con un cerebro tan atormentado como el del guionista Paul Schrader para que esa volcánica alianza artística desprendiera fuego.
Schrader es un maestro retratando pulsiones internas y enfermizas, extrayendo el adictivo perfume de las flores del mal, describiendo obsesiones y depresiones con sabor a infierno, inventándose sentimientos de culpa e intentos catárticos de redención. Scorsese dispone de un exuberante sentido visual para expresar las enfermedades del alma, de una cámara que puede captar con dolorosa intensidad el delirio y la violencia, la sordidez ambiental y el color de las relaciones peligrosas, el ritmo y el aroma de las calles de neón y las zonas de sombra de la aparente normalidad, el progresivo derrumbe psíquico y el salvaje exorcismo de sus fantasmas en alguien corroído por la incomunicación más destructiva y la soledad ferozmente obligada.
El Travis del inicio es un antiguo soldado de Vietnam que deambula por una ciudad en la que el aislamiento puede alcanzar dimensiones cósmicas. Trasiega anfetas, bebe priva en petaca, intenta distraerse o amueblar llevaderamente su marginalidad en los casi siempre sombríos y cutres cines porno, siente el permanente y brutal rechazo de Morfeo, no sabe qué hacer con su depresiva y puta existencia.
Logra que le contraten como taxista a jornada interminable. Convive con lo peor de la madrugada, limpia las corridas y la sangre que ha depositado en su coche esa fauna pasada, embrutecida y anónima que le desprecia, acumula un dinero que no sabe en qué gastar, monologa con el vacío diciendo cosas que pretenden aroma bíblico y que nos revelan el alarmante deterioro de su mente como: ?Todos los animales salen por las noches. Pero un día caerá una lluvia de verdad que se llevará toda la basura que inunda las calles?, sobrevive en un apartamento cochambroso y claustrofóbico y observa con envidia en la banal televisión la aparente felicidad ajena, compadrea con los embrutecidos colegas de su gremio, detesta con ojos fríos a los pequeños delincuentes y a los chulos negros con los que se cruza en los barrios lumpen, se repite una y otra vez a sí mismo: ?uno sólo está sano si se lo cree?, acumula odio y subterráneos o evidentes agravios.
El ansia de refugio y de plenitud de este killer en potencia, de este volcán a punto de erupción, le hará confundir a su ángel guardián con el hallazgo y acoso de una pija rubia de diseño que trabaja en la campaña de un político populista y distinguido. Travis logra inspirarle cierto morbo a su inalcanzable diosa con la osadía de su presentación (la cultivada dama asocia su extravagante personalidad con una canción de Kris Kristofferson en la que habla de ?un hombre que es mitad profeta y mitad camello, pura contradicción?) pero el muy esquizoide e inseguro de su galanteador la caga con la mujer de sus sueños cuando en la primera cita no se le ocurre otra metodología de seducción que llevarla a una película porno y que ella salga lógicamente por patas, decepcionada y escandalizada.
Y ya se sabe que el rechazo y el naufragio aceleran la creación del monstruo cuando ya se poseían muchas papeletas genéticas en la infausta rifa del desastre. El taxista enloquecido anota en su desesperado diario: ?los días pasan uno tras otro y parece que no tienen fin. La soledad me ha seguido toda la vida y a todas partes. No hay escapatoria?. Ya está a punto la sublimación guerrera del infortunio, ya puede culpar al diablo de su profunda desgracia.
Sólo hay que dotar de identidad al enemigo. Sirve el triunfador que posee todo aquello de lo que tú careces. Pero están más a mano los macarras yonkis que explotan a las putas adolescentes, los negratas que asaltan licorerías, la escoria armada que sobrevive en el gueto. Es cuestión de rodearse de un sofisticado armamento, de justificar su aniquilamiento con razones del Antiguo Testamento, de saber que no vale nada ni tu desdichada vida ni la del abominado prójimo.
MÍTICA CON CAUSA
Scorsese administra con sabiduría un argumento con poder abrasivo, la evolución de una tragedia anunciada. Sus imágenes te hipnotizan, te explican inmejorablemente las causas de ese tumor psicológico que va a estallar, describen con maestría el paisaje interno y externo que alimenta al monstruo, hace que te empape la atmósfera opresiva y enfermiza de la Nueva York más cruel, no permite que confundas con un héroe justiciero al hombre devorado por la soledad, pero sí te permite comprenderlo, al igual que la conducta del resto de los personajes.
Taxi Driver fascina pero también da mucho miedo, te identifica a ratos y te provoca piedad, te regala sensaciones múltiples y te deja en un estado catatónico, con la seguridad de que no vas a olvidar jamás esta pesadilla tan veraz.
Fue la última e impresionante banda sonora que firmo el irremplazable Bernard Hermann. Esa música te regala escalofríos, te conmueve y te emociona.
La fotografía de Michael Chapman está más allá del elogio. Retrata un pavoroso estado de ánimo en medio de una ciudad tan amenazante como magnética. Harvey Keitel es un chulo que parece sacado de la vida misma.
Jodie Foster anuncia que siempre va a ser, con matices, sensibilidad y talento, el personaje que le de la gana. Robert de Niro construye con infinito genio, con sutileza, sin sobreactuar, a un perdedor tan temible como patético. Taxi Driver es mítica con causa, es una película genial que habla con autoridad y profundidad de las zonas más tenebrosas de la naturaleza humana. Nunca se agota a sí misma, la puedes ver cien veces y te seguirá poniendo los pelos de punta.