Estos son los días en que empiezan a ponerse a prueba esos solemnes juramentos realizados al calor de las copas de champaña de a cincuenta pesos y origen sospechoso, pronunciados cuando la gente se dio cuenta que milagrosamente se había echado cuatro kilos entre pecho y espalda durante el breve ínter de Lupe-Reyes. Y es que la mayoría de los seres humanos que se imponen una lista de buenos propósitos de Año Nuevo la encabezan con el deseo de controlar el peso y hacer más ejercicio. Otros, más ilusos todavía, juran dejar de fumar, de tomar, de irle al Santos… o intentar pagar los impuestos atrasados de los últimos seis años, antes de que Hacienda les caiga con el hacha desenvainada, como no lo hace contra Madrazo, Montiel, Bejarano y otras ratas inmundas, que son a las que debería andar atosigando.
Teniendo eso en cuenta, va mi muy modesta contribución, a partir de la experiencia personal, para aquellos que desean verse más esbeltos e iniciar preparativos para el Maratón Lala… de 2018. Como quiera, de algo les puede servir. Al menos, mucho más que los imposibles consejos de las revistas femeninas. No que me conste…
Un servidor ha sido toda su vida lo que aerodinámica y estéticamente se denomina “pachoncito”. Esto es, con tendencia a la figura redonda pero sin abusar. Tan universal forma nunca me ha molestado mayormente: así me han querido rete harto, y en mis meros moles me quisieron rete hartas. Además de que unos kilos de más siempre constituyen una excelente vacuna contra el narcisismo y algo todavía mejor: un magnífico pretexto para abstenerse de efectuar maniobras físicamente demandantes, como andar moviendo los muebles de la sala cada maldita quincena que se le ocurre a la cónyuge. Si a esto le añadimos un nervio ciático pellizcado por una vértebra rajona (no rajada: la muy cobarde se rindió), durante décadas pude considerarme un ejemplar prototípico y heredero directo de ese gran avance civilizatorio que constituyó el sedentarismo.
Pero el transcurso del tiempo es inexorable, y más vale ponerse trucha. Los médicos y la prudencia aconsejan una revisión notable de hábitos, alimentación y comportamientos cuando uno alcanza el medio siglo de edad… hito no-muy-histórico que en mi caso particular llega junto al centenario de la ciudad, en 2007. Además, la vida se encarga de recordarle a uno su fragilidad… y que hay que ir pensando en cómo tomar providencias antes que otra cosa ocurra.
Luego del segundo evento vascular (les digo, ¡los médicos y sus eufemismos!) que finalmente terminó matando a mi madre, por aquello de no-te-entumas decidí hacerme una revisión exhaustiva del sistema de cañerías y bombeo, que tanto ajetreo ha tenido. Para ello acudí con el cardiólogo que atendía a mi madre, dado que me había dado confianza las veces que había platicado con él. Luego de ponerme electrodos, pinchado dedos y hecho aspirar, expirar (¡uy!) y suspirar, me dio una explicación completísima, lo que sea de cada quien, sobre el estatus de mi sistema circulatorio.
De ella que pude sacar en claro que en mi cuerpo los triglicéridos estaban librando una dura lucha mano a mano con los plastémidos por la saturación de las Hespérides. O algo así. Total, que el corazón andaba muy bien (como ya lo habían atestiguado las rete-hartas citadas supra), pero las incursiones sabatinas a los puestos de carnitas y otros placeres habían dejado residuos calcáreos en arterias y venas como para frenar hasta la voracidad de un líder sindical. O sea que la bomba se halla en buena forma, la tubería es la que está medio tapada. Para remediar el asunto, en resumidas cuentas, tenía que cuidar la ingesta de grasas, hacer ejercicio, dejar de fumar y no abusar del alcohol.
Las dos primeras cosas me parecían sensatas en vista del diagnóstico. Las otras dos ya eran otro cantar: lo de la fumada ya lo había intentado, y nada más no funcionó. Del alcohol no abuso; él abusa de mí y sólo cuando lo dejo. Además, según mis cuentas, a estas alturas del partido ya he fumado el equivalente a 14 kilómetros 892 metros de cigarros (sin contar filtros), y consumido un barril de vodka, otro de whiskey y una pipa de cerveza, así que supongo que el daño ya está hecho. De manera tal que decidí concentrar mis esfuerzos en lo realizable. Ojo, eso es bien importante.
Lo de las grasas no tiene mucha ciencia: cuestión de no comprar el semanal medio kilo de chicharroncito de ese que chorrea sebo y que es una delicia incomparable. Ello no requiere mayor esfuerzo… especialmente si se le sustituye por el muy dietético durito, que supongo ha de tener un ochenta por ciento menos de grasa. Digo, tampoco hay que hacerle al faquir…
Lo del ejercicio se resolvió cuando mi mujer me regaló para mi cumpleaños la membresía a un gimnasio aquí cerquita, a la vuelta de la casa. Por supuesto, el presente incluyó sólo la primera mensualidad; luego yo tuve que pagar las demás, y las de ella también (“Para acompañarte”). Yo no lo sabía, pero andar moviendo (y haciendo) músculos después del Neolítico se ha vuelto carísimo.
La verdad, eso de los gimnasios nunca me atrajo: por las razones antes expuestas, jamás pensé meritorio el desarrollar bíceps de Popeye, ni le encontraba mayor utilidad a lucir músculos abdominales de lavadero, ni me ha gustado jamás el tener encuentros cercanos con tipos sudorosos. Pero ni hablar, donde manda capitán no gobierna marinero. Así que ahí fuimos al nuevo templo de la salud, un servidor equipado con unos tenis de hace cuatro años y de a ocho dólares (canadienses).
Templo que a simple vista me pareció la sala de torturas de Jabba the Hutt (por cierto, el personaje más urgido de dieta en la saga de Star Wars): montones de retorcidas máquinas de funcionamiento y utilidad ignotas, al parecer diseñadas por los alumnos (reprobados) del Doctor Caligari. Alarmados ante semejante ignorancia, encontramos dos aparatos relativamente accesibles: una banda caminadora y una bicicleta estacionaria; las cuales, además, medían ritmo cardiaco, calorías quemadas, distancia recorrida, promedio de velocidad y creo que hasta capacidad reproductiva y signo zodiacal. Esas fueron nuestras primeras opciones. Así sí: caminar y andar en bici sí sabíamos.
A lo largo del siguiente año cambiamos algunas rutinas. Dejamos la bici por dos razones: la primera que, según el contador del aparatejo, se queman muy pocas calorías por minuto, y no es cuestión de estar perdiendo el tiempo; y segunda, que los otros circunstantes parecían sentirse incómodos cuando leía un libro mientras pedaleaba (insisto: no es cuestión de estar perdiendo el tiempo). En vez de eso aumentamos el tiempo y ritmo de la caminadora, y decidimos aprovechar mejor el dinero pagado usando alguno de los bizarros aparatos en que nuestros consocios parecen entretenerse horas y horas.
Durante casi un siglo, en los países que usaban el sistema de pesos y medidas inglés (los únicos salvajes que lo siguen utilizando, en discordancia con el 97 por ciento de la Humanidad que emplea el sistema métrico decimal: los gringos), se volvió una obsesión romper un récord que por mucho tiempo se consideró imbatible: correr la milla (1.609 kilómetros) en menos de cuatro minutos. Tal hazaña fue lograda por el británico Roger Bannister el seis de mayo de 1954, cuando cronometró tres minutos 59.4 segundos. El récord actual le pertenece desde 1999 al marroquí Hicham El Guerrouj, con 3:43.13. Pues bien, cuando pasé de la caminata al trote en la caminadora, me impuse como meta librar la milla en trece minutos (¿Qué esperaban?). En seis meses lo conseguí. Hace dos logré el objetivo de la milla en menos de doce (11:59, hasta eso). En mi plan de vida y carrera (más bien carrera, je, je) está llegar a la milla en once minutos por ahí de agosto. ¡Muérete de envidia, Sebastian Coe! Y ahí le voy a dejar. A menos que haya una Carrera 5K Tepache o algo así, en que regalen camisetas monas y haya edecanes piernudotas repartiendo besos, no pienso correr más de media hora en-mi-vi-da. Se trata de conservar la salud y destapar arterias, no de volverse impresionante y fría máquina de dar zancadas. Ustedes me entienden…
En los aparatos, busqué aquellos que refuerzan los músculos de la espalda baja, para no tener que pasar la vejez paralizado por la ciática y esperando que los cuates me lleven el six para ver a los Acereros ganar el Super Bowl LXII (al paso que van…). De ésos y otros ejercicios no les cuento para no entretenerlos.
Los resultados han sido modestos pero notables. En quince meses, unos seis kilos y dos tallas de pantalón menos (lo cual delata dónde estaban esos seis kilos). Por primera vez en treinta años tengo menos del diez por ciento de sobrepeso. Claro, un problema colateral que se ha presentado es que ahora la ropa me queda, como con germánica precisión y muy castizo vocablo lo llamaba mi madre, “guandajona”. Sea por Dios. Para ver cómo van las cosas, en el otoño voy a realizar el chequeo cardiovascular, porque no es cuestión de andar haciéndose exámenes a cada rato, con lo caros que salen. Ni que fueran prueba de embarazo.
Pese a lo que pregonan los fanáticos del ejercicio, ni me siento mucho mejor ni me angustio si no corro. Sencillamente ya lo tomé como parte de la rutina semanal: tres o cuatro idas al gimnasio. Ah, también hay algo que supongo es importante: el kilómetro diario a resultas de caminar a mi perro labrador “Duende”, que no perdona su sacada a pasear, so amenaza de demoler la casa a patadas.
Dirán que correr y hacer algunos ejercicios no justifican el pagar un gimnasio. Pero aquí entre nos, la cosa funciona de la siguiente manera: si uno corre o camina en un lugar público, se enfrenta a varios obstáculos que no existen en un sitio cerrado y con aire acondicionado: tolvaneras, detritos de canes, banquetas destrozadas, otros corredores medio cegatos y, sobre todo: que como no cuesta, es mucho más fácil sacar uno y mil pretextos para no hacer nada. Cuando se paga el gimnasio por anticipado, uno va por simple codo y para desquitar la lana, así traiga los ánimos de un aficionado a los Vaqueros de Dallas (¡Juar, juar, juar!: burlona risotada de post-temporada). Así de simple.
Resumo la receta: pague un gimnasio, no sea piedra. Con tal de desquitarlo, va a hacer más ejercicio que si se la avienta lírico. El que le quede más cerca, para que haya menos pretextos. No compre ropa ni tenis caros. Empiece y siga con cosas leves: nadie lo va a mandar a Beijing 2008. Póngase metas razonables y a largo plazo. Consígase un perro que lo saque a pasear (rara vez los pasea uno a ellos). Ah, y siga en lo posible la fórmula TLM que me recomendó el cardiólogo: Trague La Mitad. ¡Suerte!
Consejo no pedido para ponchar llantas: escuchen “Physical”, con Olivia Newton-John, uno de los primeros videos musicales clásicos. Provecho.
PD 1: Gracias a Gloria de la Garza, Mario Pliego, Pilar Llavona y Pedro Duarte por sacarme de la ignorancia: la película sobre “Los Hijos del Capitán Grant” a la que me refería el domingo pasado es “In search of the castaways”, de 1962, con Hayley Mills, George Sanders y Maurice Chevalier. No andaba tan errado.
PD 2: ¿Nada sobre Birján?
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