Existe un amplio consenso de que el rumbo que ha tomado la contienda electoral se ha caracterizado por una gran polarización. De hecho entre los analistas y los observadores se tiene la percepción y el convencimiento de que estamos ante un proceso de la más baja calidad, de acuerdo a los referentes que se tienen sobre una contienda democrática civilizada. Una ?guerra electoral muy sucia?, como se le identifica, resume el estado de cosas.
Hemos comentado que ello, además de obedecer a la natural rijosidad de los partidos políticos en épocas electorales, se debe a que posiblemente se están configurando dos opciones, dos visiones, a partir de una sociedad polarizada.
En la parte económica, los planteamientos antagónicos parecen haber quedado claramente definidos: la continuidad en la política que se ha aplicado en los últimos sexenios, o un cambio en la estrategia que ponga más acento en el crecimiento y el empleo. La discusión, y las descalificaciones en este ámbito ya las conocemos. Falta mucho para el análisis objetivo y desideologizado.
No decimos nada nuevo, pues, al afirmar que los factores ideológicos y de intereses reales animan esta polarización. Esto, entre otras cosas, se expresa en una manera fatalista de considerar las dicotomías que se encuentran presentes en la base de las estructura social y política: Estado contra mercado; sector público contra sector privado; gasto público contra gasto privado; bienestar individual contra bienestar social, por mencionar algunas.
Con esta misma lógica se construyen automáticamente identidades: Estado igual a opresión; sector privado igual a eficiencia y honradez; sector público igual a ineficiencia y corrupción; libertad económica irrestricta (sobretodo de las grandes corporaciones) igual a libertad integral del ser humano, y otras más. Como decimos, la animosidad de las campañas presenta estas dicotomías en blanco y negro, la existencia de una niega la otra; una es un dechado de virtudes, mientras que la otra es la misma definición de los defectos.
En buena medida esta manera de enfocar las cuestiones explica el que nuestra transición a la democracia plena se encuentre muy trabada, con una alarmante falta de acuerdos en lo básico. Hay pues que repensar, muy a fondo, esta forma dogmática de considerar estas dicotomías.
Desde luego que este dogmatismo no solamente puede tener origen en un enfoque equivocado para reflexionar sobre estas cuestiones, lo cual quizá implicaría menores dificultades a superar, sino en intereses reales, individuales y de grupo, cosa que es legítimo. Para eso existe precisamente el litigio político, para dirimir dichas diferencias. Desde luego, entre más equitativa y transparente sea la disputa en la arena política, de mejor manera se pueden crear las condiciones para zanjar las disputas, y el grado de polarización política y social disminuiría.
No deja de ser novedoso que algunos empresarios en nuestro país tengan una visión más crítica de estas dicotomías, y encuentren la posibilidad de relacionarlas de manera creativa y propositiva, en contraste con los doctores en economía, educados en la sabiduría convencional, encumbrados en los grandes puestos de decisión política en este país desde hace más de dos décadas. Lo hemos dicho, superar las barreras mentales, y sacrificar un poco los privilegios, pueden allanar el camino para entrar, en serio, en la senda de los acuerdos.
Es un hecho que el sistema heredado de la Revolución, a mediados de los setenta del siglo pasado, necesitaba reformas en todos los ámbitos: en lo económico, lo político, lo social y lo cultural. Pero es menester reconocer, puntualizando en lo económico, que la apertura indiscriminada que se llevo a cabo no fue lo más adecuada; que la privatización y el retiro del Estado de sus funciones económicas y sociales tampoco; que el mercado es solamente una parte más de las relaciones sociales, pero no el eje mismo sobre el que tienen que gravitar éstas; que la estabilidad macroeconómica no es lo mismo que el conservadurismo fiscal que obsesivamente persigue el equilibrio, cuando no el superávit. En fin, todas estas y otras cuestiones relacionadas se tienen que replantear muy a fondo.
Con este mismo sentido se puede, y debe creemos, evaluar la necesidad actual de reformas. Pero no precisamente las ?reformas estructurales? que una de las partes anda queriendo vender, nuevamente con el argumento ya muy conocido de que con ellas la economía, automáticamente, va a crecer a buen ritmo y de manera consistente, va a venir la competitividad y la eficiencia, así como otras bondades más.
Desde luego, el planteamiento alternativo a esta visión tendrá que argumentar su posición y plantear su propuesta reformas, necesariamente. En una palabra, salir de esta visión fatalista de las dicotomías fundamentales que están en la base de lo político y social es la gran tarea que tenemos enfrente, y de manera urgente.
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