Toda despedida de un ser querido entraña una cierta dosis de tristeza.
Es inevitable que nuestro egoísmo nos impulse a querer que, a cualquier costo, ese ser amado permanezca con nosotros aunque su deseo sea el de descansar ya de tanto sufrimiento.
Alguna fuerza extraña, algún sentimiento que no identificamos bien nos lleva a pretender lo imposible sin pensar en lo que el otro desea.
Es duro perder definitivamente a un ser amado. Pero más duro debería de ser el nunca haberlo tenido a nuestro lado; el no haber disfrutado de su compañía; el no haber gozado su presencia durante muchos años.
Claro está que la ignorancia total significa también la ausencia de todo sentimiento, sea éste gozoso o doloroso.
A estas alturas de mi vida yo he sabido lo que significa perder a unos padres y a varios amigos entrañables.
Nada sustituye su presencia.
Como dijera Alberto Cortez, en una de sus canciones: “Cuando un amigo se va... queda un espacio vacío, que no lo puede llenar la llegada de otro amigo...”.
Y si un amigo es insustituible, un padre o una madre (digámoslo así) lo son aún más.
Por eso deberíamos estar siempre preparados para decirle “adiós” a un ser querido.
Pero la vida en su vertiginosa y cotidiana carrera invariablemente nos gana la partida. Para cuando queremos formular nuestra mejor y más emotiva despedida, ellos ya se han ido; físicamente han dejado de estar con nosotros y entonces comienzan a habitar nuestra mente y corazón.
Y ya se sabe que mientras los mantengamos ahí ellos seguirán presentes; porque nadie muere del todo en tanto lo sigamos recordando.
En contrapartida, hay veces que la vida brinda la oportunidad de que quien se va sea el que nos deje un “adiós”; no como una despedida final, sino como una forma de aliento y agradecimiento por los años vividos en compañía.
Tal es lo que le acaba de suceder a mi amigo Pedro ante la partida de su madre, doña Alicia, mediante una misiva que ella misma tituló: “Para todos los que amé y me amaron”.
Tuve el privilegio de que Pedro compartiera el mensaje de esa carta conmigo y yo quiero compartirlo con ustedes, porque encuentro en estas líneas una lección de amor que muchos deberíamos aprender.
“Cuando me haya ido -dice doña Alicia-. Despréndanse de mí y déjenme ir.
Tengo tantas cosas que ver y hacer, que no deben atarme a sus lágrimas.
Sean felices, tuvimos tantos años juntos. Y yo les di todo mi amor.
Ustedes sólo podrán adivinar cuánta felicidad me dieron.
Pero ahora, si se sienten tristes por mí, háganlo sólo por un rato y nada más y después, sólo después, que su tristeza se convierta en confianza y fe.
Es sólo por unos momentos que vamos a estar separados; así, bendigan los recuerdos de su corazón.
Yo no estaré lejos, porque la vida continúa.
Y si me necesitan llámenme y yo vendré. Aunque no me podrán ver ni tocar, yo estaré cerca.
Y si oyen en su corazón, escucharán a su alrededor, muy suave y claramente, mi voz, mi risa y sentirán el calor de mi amor.
Luego, cuando les toque venir por este mismo camino, saldré a recibirlos con una sonrisa.
Y a darles la bienvenida a su nueva casa”. (Fin de la carta).
No obstante todo su sufrimiento (o quizá por ello) Dios le concedió el privilegio de escribir su último “adiós” para todos aquellos a los que en vida amó y la amaron en sincera reciprocidad.
Pero al mismo tiempo, como maestra que lo fue en vida, nos deja a muchos más una lección que debemos tener siempre presente: Que el amor sea el sentimiento que invariablemente guíe nuestros pasos.
Y que si realmente amamos a alguien, cuando llegue su momento, sin importar el dolor que para nosotros pueda significar su partida, debemos dejarlo ir. Porque aún tendrá “cosas que hacer y ver”; y nuestras lágrimas no deben detenerlo en un lugar en donde su misión ya concluyó.
Nunca olvidemos que la vida y la muerte sólo son fases de un mismo proceso.