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Addenda/El salario del miedo

Germán Froto y Madariaga

Son trabajos de miedo, alcohol y muerte. Dicen que así transcurre la vida del minero.

La explosión de la mina ocho, llamada Pasta de Conchos, en el municipio de San Juan de Sabinas nos muestra una vez más, en forma descarnada, la vida de los hombres que, en ocasiones, devora la Tierra.

A raíz de ese trágico acontecimiento en el que hasta esta hora del martes se encuentran atrapados sesenta y cinco mineros en el fondo de la mina, platiqué largamente con un buen amigo que se crió en uno de estos pueblos mineros de la región carbonífera de Coahuila.

Hijo de un hombre dedicado a arrancarle a la Tierra uno de sus más preciados tesoros, mi amigo me cuenta que su padre llegó a ser minero mayor y como tal, jefe de las cuadrillas o grupos de mineros que a diario entran a la mina sin tener la certeza de que podrán abandonarla cuando termine su turno.

Mi amigo vivió de niño aquella otra tragedia de Barroterán, ocurrida en el sesenta y nueve. Entonces, ciento cincuenta y cinco mineros quedaron atrapados en la mina, por la ambición de los dueños que a toda costa querían explotar al máximo los yacimientos de carbón.

En aquella época durante dos años seguidos los mineros habían reportado que en la mina no existían condiciones para extraer el mineral, por la elevada concentración de gas grisú. Pero los patrones prestaron oídos sordos y los mineros siguieron bajando a los tiros por la necesidad que tenían de trabajar.

Entonces, como ahora, el riesgo se convirtió en siniestro y en realidad los mineros recibieron por tumba el socavón de la mina. Decimos esto porque si bien es cierto que lograron sacar algunos cuerpos, también lo es que con el paso de los días se llegó a afirmar que la empresa decía rescatar sus cuerpos y los colocaba en un caso que depositaban adentro de un féretro. Sin embargo, nadie tenía la certeza de que en verdad ahí estuvieran los restos de su ser querido.

Y se afirmaba tal, porque aquella tragedia aconteció un treinta y uno de marzo y según la empresa, el último cadáver lo rescataron el diez de mayo. Nadie creyó la versión señalada, aunque los deudos se conformaron ante lo irremediable.

Entonces como ahora, también el pueblo se sumió en el silencio. Nadie se atrevía a romper aquel imponente silencio que envolvía a todo el pueblo. Las pocas radiodifusoras que existían si acaso transmitían algo, era simplemente música clásica. Nada de anuncios, o melodías ruidosas. Anticipándose a los acontecimientos, el pueblo estaba de luto, como ahora lo está San Juan de Sabinas y en realidad todo Coahuila.

Los informes dicen (hoy miércoles) que ráfagas de aire han salido del sitio en que se encuentran atrapados los mineros. Ese aire, si la información es correcta, representa un motivo de esperanza. Un pequeño aliento, pero aliento al fin, que ayuda a mantener viva la posibilidad de que los mineros o algunos de ellos, puedan salvarse.

Hay indignación entre la población y los familiares de los mineros. Los dueños de la empresa no han dado la cara. Sólo se hicieron presentes algunos de sus representantes. Pero tanto éstos, como las autoridades federales, minimizan la falta de medidas de seguridad. Cierto es que ni con las mejores medidas de esta naturaleza se podría decir que quienes trabajan en las minas están a salvo. Sin embargo, cuando éstas existen en las condiciones requeridas, los riesgos se reducen sustancialmente. No es el caso.

En los pueblos mineros, me cuentan, el alcohol corre como los ríos subterráneos que son también un peligro latente en las minas. Por lo común, el minero es afecto a la bebida. Pero en principio lo hacen para combatir el miedo.

Son hombres sin esperanzas de una vida mejor. Condenados a bajar una y otra vez a la boca del infierno para ganarse el pan de cada día. Viven de lo que obtienen en cada jornada. Y de alguna manera tienen que paliar su condición de vida y su miedo. Saben que, de cualquier forma, por una vía o por otra, la mina los matará, porque llevan pigmentada la piel y afectados los pulmones con el polvo del carbón.

Como medida preventiva, ya han comenzado a cavar algunas fosas para sepultar los cuerpos de los mineros que no sean rescatados con vida.

Macabra y desalentadora previsión es ésta. Irritante e indignante para las familias de los mineros. Pero irremediablemente necesaria.

No puedo cerrar estas líneas sin hacer un reconocimiento a la presencia, en el lugar de la tragedia, del gobernador Humberto Moreira. Sin duda el que él esté ahí alienta y reconforta a quienes sufren directamente por este siniestro.

También es digna de encomio la solidaridad de muchos sectores y organizaciones que de una forma u otra han externado su apoyo a los que sufren de angustia, tristeza y desesperación.

Así es la vida del minero. Llena de dolor, incertidumbre y miedo.

Pero nosotros sólo volteamos a verlos cuando se enfrentan a la desgracia.

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