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Addenda/Hombres libres

Germán Froto y Madariaga

Los acontecimientos se suceden de manera vertiginosa. Las palabras corren desbocadas y aturden nuestros sentidos. La incontinencia y la violencia verbales han vuelto a enseñorearse del panorama nacional.

Yo no sé si es la lucha de los violentos contra los pacíficos o la lucha entre los que quieren a toda costa retener el poder contra aquellos que desean detentarlo. Sólo sé que hay lucha y toda lucha implica desgaste.

Por un lado, está la lucha armada entre dos pueblos como son los judíos y los libaneses. Lucha ancestral que de cuando en vez toca los extremos de la destrucción del hombre por el hombre. Sin embargo, no son los pueblos los que se enfrentan. Son los hombres que los “dirigen”. Los pueblos sufren las consecuencias absurdas de la guerra.

Por otro lado, están los grupos de poder que lo quieren conservar o conquistar, según el caso. El pueblo, mira a ambos bandos sin comprender realmente qué es lo que pretenden. Los dos dicen buscar el bien de la república. Los dos dicen contar con el apoyo de la gente. Los dos afirman tener la razón y el derecho de su parte.

El pueblo contempla con escepticismo el comportamiento de unos y otros. Ambos claman su respaldo ya portando moños tricolores, ya con moños blancos. Hay que evidenciar así de qué lado está el pueblo para que cada cuál sepa contra quién se confronta.

El pueblo quiere comprender por qué si ambos dicen querer su bien pretenden dividirlo desde la raíz misma, desde su esencia básica, desde la familia misma.

Las voces delirantes acaban por crispar los nervios del pueblo. Unos gritos insultativos por acá, un plantón agresivo por allá, un llamado a la resistencia “pacífica” acullá. Pero de una forma u otra, una invitación a la confrontación.

La paciencia, la prudencia y la mesura brillan por su ausencia entre los actores políticos. Es el ondear de las banderas de guerra con lemas absurdos de: “Nada por la razón. Todo por la fuerza”.

El pueblo confía en sus instituciones que tanto esfuerzo y dinero le han costado. Pero hay que sembrar la duda. Hay que desacreditar. Hay que presionar. “O se hace a mi manera o las instituciones están mal”.

Hay lamentablemente entre la élite pensante, quienes se suman a las voces delirantes. Son aquellos que o no vivieron o ya olvidaron los tiempos de la intolerancia. Son los que quisieran que surgiera una guerra fratricida sólo para poder escribir un nuevo libro.

Mezquina pretensión cuando está en juego la estabilidad y el desarrollo de un pueblo.

El ciudadano común quisiera entender la razón de tanto odio. De tanta ambición. Pero la explicación está en la esencia misma del ser humano, siempre movido por las pasiones, por los miedos y temores.

Y la pasión más grande de muchos hombres ha sido, es y seguirá siendo la conquista del poder público. Porque su ejercicio los hace sentir como dioses.

El pueblo como tal no tiene acceso a ese poder, por más que se diga que es su origen y la razón de ser de éste.

El hombre de la calle sólo quiere comprender si la confrontación es la única vía para alcanzar progreso y estabilidad.

La respuesta es sencilla: Ésa no es la vía. Es más, a decir verdad, es la vía que lo aleja de esas metas.

Porque al final de una guerra entre hermanos siempre queda un residuo de odio, coraje y rencor.

El pueblo debe tener presente que él ya hizo la parte que le correspondía. Ya votó.

Si hay errores o inconsistencias que se deban corregir, para eso están las instancias administrativas y judiciales.

Que quienes se encargan de ellas hagan su trabajo con apego a la ley.

Para eso abandonó hace siglos el hombre la aplicación de la ley del Talión y dejó en manos de la autoridad la justicia terrena.

El pueblo debe comprender que su función no está en salir a la calle para satisfacer exigencias partidistas.

Su función está en permanecer ecuánime para permitir que operen con toda libertad las instituciones que para tal efecto ha establecido.

Nadie tiene derecho a violentar al pueblo con el pretexto de que se están cancelando sus expectativas de progreso.

En una democracia tienen espacio todas las corrientes y todas las pretensiones si éstas son legítimas.

Las revoluciones son para los pueblos sojuzgados. Y el nuestro es un país de hombres libres.

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