Se afirma que toda generalización es aventurada y comúnmente deviene en falsa. Por ello, no titulo estas líneas como “La historia de todas”.
Pero de alguna manera, la historia de las mujeres, las mexicanas y las de otras partes del mundo se entrelazan y vinculan, de manera que hacer alusión a la de una de ellas es en cierta forma referirnos a las constantes que han marcado la existencia de lo que ahora se ha dado en llamar género.
El Día Internacional de la Mujer me encuentra sumido en la fascinante lectura de la autobiografía de una mujer que no tuve el privilegio de conocer, pero confieso que siempre me atrajo y me sentiría satisfecho si la vida me hubiera brindado tan sólo la posibilidad de estrechar su mano.
Eso ya no es posible. Sin embargo, adentrarme en su historia es penetrar a un mundo que es mágico y revelador. Mágico, porque siempre el mundo de las llamadas divas, en este caso del teatro, reviste esa característica. Revelador, porque nos muestra a la mujer que sufre, que añora, que lucha y se entrega sin límites a una profesión que es vocación manifiesta.
Leo, devoro, “El Retablo Rojo”, que es la vida, obra y milagros de Ofelia Guilmáin.
Ofelia, nació en Madrid, España, “en la calle de la Paloma, en el muy castizo barrio de Chamberí”.
Pero su infancia no fue placentera, pues sufrió el abandono de su padre; y como su abuela materna había sufrido en su momento el abandono de su marido, su madre el de ella, Ofelia sufrió, no el abandono, pero sí la separación definitiva de su propio esposo. “En mi familia, todos los hombres han huido”, sostiene la Guilmáin.
Por eso, entre otras razones ella se quitó el apellido paterno (Puerta) y llevó siempre con singular orgullo el materno.
¿Cuántas mujeres han hecho eso como muestra de repudio hacia los padres que las abandonan? ¿Cuántas madres solteras se niegan (y con razón) a que quienes procrearon a sus hijos les den su apellido? ¿Para qué quieren un apellido de un hombre que no está dispuesto a cumplir con sus responsabilidades?
Pero lo más dramático y riesgoso de la infancia de Ofelia fue su salida de España. Lo hizo por el pueblo fronterizo de Figueras y tuvo que transitar por los intrincados caminos de los Pirineos hasta llegar a territorio francés, suelo de salvación para muchos exilados españoles.
Cruzar un puente de piedra, viajando en un camión, significó la vida y libertad para Ofelia. Pero logró hacerlo entre los cañonazos de los franquistas que sin misericordia disparaban contra ellos con la intención de hacerlos “volar en mil pedazos”.
Sola, sin su madre y dejando atrás a su hermana Esther y a Pedro, su hermano, así como a su abuela, la Yaya, a quienes nunca más volvería a ver, Ofelia logró alcanzar la libertad.
Muchas son las mujeres que, por diversas razones, dejan atrás sus historias y vínculos familiares y se enfrentan solas a la vida. Y lo hacen como Ofelia, “de frente. A la vida, siempre de frente”.
No obstante esa actitud positiva que ellas adoptan, muchas son las mujeres que tienen que enfrentarse a la incomprensión, al desprecio o al repudio social, por no contar con una familia o con un marido.
En vez de reconocer su valentía y fortaleza, hay quienes las censuran sin siquiera preguntarse ¿qué hay detrás de sus dramas?
A pesar de ello, la vida también compensa. Y lo hizo en el caso de Ofelia, pues la premió con cuatro hijos, una madre amorosa con la que se reencontró y una vocación (el teatro) a la que se pudo entregar plenamente.
En buena parte eso se debió a la tenacidad de la Guilmáin. No importaba que la llamaran “carpera”, como lo hacía cariñosamente su gran amigo Agustín Lara. Tampoco importaba que Salvador Novo, al dirigirla, le quisiera quitar “el acento y el gesto grande del teatro épico”. Lo importante era seguir su vocación y actuar magistralmente, como lo hizo en “Yo casta, o casi” y en “La Celestina”.
Aquella voz de trueno se ha apagado. Pero queda la historia, el recuerdo de una mujer excepcional que con tan sólo pisar el escenario trasportaba a su auditorio a otro mundo. Al mundo mágico del teatro.
Ofelia Guilmáin fue fiel a una promesa que hizo el día que cumplió quine años, cuando ya actuaba para las Fuerzas Republicanas y se enteró del cobarde asesinato de Federico García Lorca. Así lo cuenta ella:
“Ahí, en esa noche cerrada en las trincheras de Valencia, encima de aquel tabladillo de fortuna, al cumplir mis primeros quince años, juré a los cielos entregar mi vida al arte, juré que la belleza y la justicia serían mi único fin y juré servir para siempre al canto rodado del poeta. Juré convertirme en guardiana de las palabras”.
Todos, hombres y mujeres, deberíamos siempre recordar estas palabras de la Guilmáin: “la vida que no se vive, no vale la pena vivirla”.