Vivimos al margen del Estado. Todos los días comprobamos que nos cobija la intemperie. El poder público no es el basamento de la confianza, sino proveedor de sus dos opuestos, el desdén y el abuso. Por una parte, el desprecio a las exigencias elementales de la ciudadanía; por la otra, incapacidad de conducirse de acuerdo a sus propias reglas. Mientras el ciudadano reclama su auxilio, el Estado mira a otra parte. Y cuando el Estado actúa no logra gobernarse a sí mismo. Esta Administración agonizante resume este drama. Actúa tarde y, cuando lo hace, actúa abusivamente. El Estado se siente un día por su ausencia, el otro por sus excesos. Recordemos las estampas de esta catástrofe. Una noche vemos por la televisión policías abandonados a su suerte. La violencia se ensaña con los representantes del Estado. Se les veja, se les humilla. Se les mata. Otra noche los noticieros nos entregan la imagen complementaria: los policías, actuando como banda criminal, imponen la venganza, no la ley. En todo caso, el Estado resulta ser siempre instancia incompetente para conducir la vida social de acuerdo a normas e incapaz para guiarse por sus propias reglas.
Sostiene Weber que el Estado es el dispositivo que controla en exclusiva la violencia legítima. Nadie tiene permiso de aplicar la fuerza, salvo el Estado. El realismo del sociólogo alemán conlleva una lección clara: el poder no es meramente un permiso; es una responsabilidad, la razón de ser del Estado. Frente a quienes ejercen (ilegítimamente) la violencia privada, el Estado, siguiendo el estatuto del derecho, tiene el deber de instaurar el orden. No se trata de un consejo, de una atribución que el Estado puede ejercer discrecionalmente: es su deber esencial, su cometido primero. Diego Gambetta, un estudioso de la mafia sugiere un cambio a la fórmula weberiana. Convendría entender que el Estado, más que gozar de ese monopolio de la violencia, es una entidad, una especie de conglomerado empresarial, que proporciona un servicio: protección. Si el Estado ejerce ese título en exclusiva es porque es capaz de entregar a la sociedad una prestación valiosa. La violencia será el método, la protección es el propósito.
La política mexicana se ha encargado durante los últimos lustros de renovarse en sus rasgos básicos. Ha dejado atrás los días de la concentración del poder para instalarse en un régimen de competencia y de abundantes restricciones. Pero ha olvidado lo esencial: el establecimiento de un piso común de reglas válidas para todos los ciudadanos y, al mismo tiempo, de imperativos para los órganos del poder público. Hoy que escuchamos tantas palabras sobre la refundación del Estado, habría que insistir que lo más importante no es reformarlo, sino reconstituirlo. La entidad de nuestra tarea no puede ser mayor. Se trata de recuperar los espacios que el Estado ha ido perdiendo a manos de los poderes fácticos. Me refiero, por supuesto, a los poderes delincuenciales. A los enemigos abiertos del Estado que le han declarado la guerra para apropiarse de territorios para desenvolverse cómodamente. Los datos que se conocen son francamente alarmantes. Se vive en México una confrontación bélica extraordinariamente sangrienta. Mientras la clase política sigue enfrentada en pequeñeces, la delincuencia organizada extiende sus redes de violencia, miedo y corrupción.
Pero la reconstitución estatal también está en el extenso campo de la política ilegal. Durante los últimos años se ha difundido formas de actividad política que abiertamente contradicen los cánones de la ley y las exigencias de la convivencia democrática. La respuesta gubernamental ha fomentado esa estrategia. La enseñanza de los tiempos recientes es clarísima: la ilegalidad es una práctica políticamente sensata para defender intereses. La opinión pública suele ser indulgente con la ilegalidad (siempre hay una buena causa que defender), los actores políticos son sistemáticamente ambiguos frente al desafío de la ilegalidad (entendemos sus motivos pero discrepamos de sus métodos) y los representantes gubernamentales se instalan en el mercadeo de la ley (tras la agresión, una mesa de diálogo). Antes la negociación que la fuerza, dicen.
El Estado mexicano también tiene otro frente abierto: los poderes fácticos, los intereses empresariales que escapan las reglas de la competencia y que rehúsan someterse a los principios de la legalidad. Su intimidación no es la de los violentos. Pero su sentido es similar: someter al poder público a sus dictados, convencerlo de que su sobrevivencia depende del cuidado de sus privilegios.
Nos gobiernan anarquistas, decía hace algún tiempo Fernando Escalante. Nos gobierna una clase (im)política que quedó convencida de que el Estado es inevitablemente perverso y que el ejercicio de la fuerza pública es propio de dictadores. Según piensan estos beatos que, para nuestra desgracia, ejercen responsabilidades de Estado, los demócratas sólo negocian. Y no solamente hay que negociar políticas públicas o iniciativas de ley, hay que negociar también con quienes violan la ley, con quienes impiden a otros el ejercicio de sus libertades.
Padecemos un Estado vergonzante, un Estado que se avergüenza de ser. Quienes ejercen las más altas responsabilidades públicas no se percatan que su deber es, ante todo, cuidar ese manto que nos protege a todos. Cuando cede la ley, todos pierden. Cuando cede la ley caemos en la violencia más irracional, más incontrolada, más destructiva que pueda imaginarse.
El desfallecimiento del Estado es el problema más serio del país. Me atrevo a decir que el restablecimiento de su salud será el reto más importante del Gobierno entrante.