El lunes tres de julio de 2006 México amaneció con un clima social relativamente distinto del que respiró al irse a la cama el crucial domingo electoral. Una importante proporción de la población amaneció con la confianza de que la jornada cívica vivida la víspera había sido ejemplar.
Que un poco más del 58 por ciento de los ciudadanos empadronados había acudido a la urna correspondiente para emitir su voto; que en las casillas más de 900 mil mexicanos insaculados aleatoriamente habían generosamente entregado todo su domingo para cumplir responsablemente con ese derecho-deber de participar activamente en la vida pública de su patria y otra cantidad de mexicanos más o menos similar había estado en las casillas representando al partido político de su preferencia o militancia.
El éxito ciudadano era indudable: sólo ocho casillas electorales de alrededor de 130 mil instaladas en toda la República se quedaron sin abrir y en el resto de ellas no se consignó ningún hecho que supusiera una alteración importante a la seguridad pública o al desenvolvimiento mismo del proceso.
México dio muestra al mundo de madurez cívica a pesar que en determinados momentos de las campañas partidistas pudiera haber parecido que tanta agresión mutua, tanto lodo vertido, tal cúmulo de información, que en determinados momentos pudiera haber desinformado al público elector pudiera haber desembocado en una jornada cuando menos agitada.
Independientemente del derrotero que sigan las acciones emprendidas por López Obrador, para intentar ganar en las calles lo que no pudo ganar en las urnas o bien precisamente por los efectos que pudieran tener dichas acciones creo que ha llegado la hora de la recomposición social y política a nivel nacional. Un gran problema de la democracia liberal contemporánea basada en la competencia entre partidos políticos, es que como su mismo nombre lo indica parcializan a la sociedad, la confrontan ideológicamente y a veces esa partición social supone tiempo y esfuerzo para restañar las heridas causada por esa partición, esa separación, esa división causada.
El proceso recién terminado no es ni con mucho el más agresivo y divisor que pudiera darse, fue eso sí muy largo; en otros países las campañas son más duras y agresivas en contenido, pero más cortas en tiempo; quizá algo en lo que deban trabajar las autoridades y los legisladores entrantes, es replantear los tiempos de los procesos electorales con el consiguiente ahorro en dinero y en tensión pública que lo largo del proceso provoca en perjuicio general del país.
En muchos sentidos este proceso electoral ha sido un éxito incuestionable. Por ejemplo sólo una facción política ha cuestionado de alguna manera al árbitro de la contienda. Esto que parece la cosa más normal del mundo era el principal cuestionamiento de procesos anteriores al de 1994.
En doce años el IFE y su credibilidad ha provocado el auténtico milagro democrático de que no queden dudas sembradas sobre la legitimidad misma del proceso, ojalá no se tire por la borda esa credibilidad debido a posturas necias de quien no sabe perder.