La democracia mexicana enfrenta hoy la más grande prueba de su corta existencia. Y no sólo se trata del apretado resultado de la votación de la histórica jornada del dos de julio y del suspenso en el que mantiene el IFE a la nación, sino de las consecuencias inmediatas, a mediano y a largo plazo de que la evidente polarización social y política, no pueda ser superada para alcanzar los acuerdos que el país requiere con miras a resolver los problemas que desde hace décadas viene arrastrando.
Con una participación del 58.9 por ciento del padrón electoral, según datos del Programa de Resultados Electorales Preliminares (PREP), los ciudadanos acudieron a las urnas el domingo pasado para elegir al próximo presidente de la República. Los medios, la opinión pública y los políticos esperaban una contienda cerrada, pero quizá no tanto.
Las cifras que arroja el PREP en su cierre, con el 98.45 por ciento de las actas procesadas, dan una ventaja al candidato del PAN, Felipe Calderón Hinojosa, de 1.04 por ciento sobre Andrés Manuel López Obrador, aspirante de la coalición Por el Bien de Todos.
El estrecho margen que desde las encuestas de salida y el conteo rápido oficial pudo apreciarse, obligó al IFE a postergar el anuncio de una tendencia ganadora hasta que no se lleve a cabo el cómputo de cada una de las casillas de los 300 distritos. El consejero presidente del instituto, Luis Carlos Ugalde, hizo la noche del domingo un llamado a los candidatos y partidos a mantener la calma y esperar los resultados oficiales finales. Pocos minutos después, de forma completamente irresponsable, primero López Obrador y luego Calderón, se proclamaron triunfadores de la elección, contribuyendo ambos así a acrecentar la incertidumbre.
En un acontecimiento sin precedentes, México se fue a dormir ese día sin saber quién sería el futuro ocupante de la casa de Los Pinos.
Como se han presentado las cosas, un escenario poco optimista se observa para los próximos días y para el sexenio que inicia el primero de diciembre de este año.
Parece que Andrés Manuel y su gente están dispuestos a llevar la revisión del proceso electoral al límite, hasta que se reconozca la victoria que dice le pertenece y la cual sustenta en encuestas de salida y conteos rápidos que no ha dado a conocer.
Por su parte, Felipe Calderón ya se asume como virtual presidente electo y su partido sólo espera lo que llama “un mero trámite”: el reconocimiento de las autoridades electorales.
Ninguno de los dos se muestra dispuesto a ceder y sus discursos, sobre todo el del candidato perredista, generan en sus seguidores un ánimo poco favorable para la conciliación, lo cual, en un escenario de preferencias tan divididas, complica el acercamiento y diálogo entre las fuerzas políticas. No hay que olvidar la postura de confrontación y descalificación sostenida por los contendientes y sus partidos durante las campañas. En la inmediatez, pues, el panorama es incierto.
Pero también lo es en una proyección más lejana. Quien resulte el ganador de la elección de presidente -todo indica que será Calderón-, lo hará con menos de un cuarto de la votación del total del padrón electoral, que es de 71 millones de personas, situación que lo pone en la parte baja de una pendiente muy pronunciada en términos de aprobación.
Además, tendrá que enfrentarse a un Congreso de la Unión mucho más dividido que el actual. Por lo que existe la enorme posibilidad de que México vuelva a vivir seis años de inmovilidad legislativa y de ausencia de consenso para sacar adelante iniciativas de reforma que contribuyan a hacer frente a los problemas que azotan actualmente a la sociedad mexicana, a saber: desigualdad social y económica, desempleo e inseguridad pública.
Sucederá así si los ciudadanos se conforman con haber acudido a las urnas el dos de julio y no se hacen conscientes de que la democracia no puede reducirse al acto de votar, de que éste es el principio, no el final de la práctica democrática. Son los ciudadanos quienes, a partir de ahora, deben exigir a los gobernantes que por fin subordinen sus intereses particulares y de grupo a los de la población. Ésa es la gran prueba de la democracia mexicana: ser el instrumento para mejorar la calidad de vida de los habitantes de este país.
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