Resulta lamentable observar cómo cada seis años los mexicanos le entregan a un hombre y su camarilla las riendas del país, con la esperanza de que resuelva los problemas que desde décadas atrás se vienen arrastrando y que cumpla, siquiera, la décima parte de las promesas hechas durante su campaña.
Durante los meses previos a la elección, el candidato a la Presidencia de la República se convierte en una especie de prohombre, con los mejores atributos como persona, la mayor capacidad como político para sortear cualquier dificultad y la más grande disposición para atender a quien se le acerque. Siempre aparenta estar de buen humor, sonríe a todo mundo y se siente inmaculado con la suficiente capacidad moral para denostar a sus contrincantes, incluso insultarlos.
Para el aspirante, todo es posible: regresar la seguridad a las calles; acabar con el poder del narco; sacar a 40 millones de personas de la pobreza; poner a la disposición de todos los ciudadanos los servicios de salud; dar educación a los niños y jóvenes; crear miles de empleos bien remunerados; hacer que la economía crezca a un ritmo sin precedentes; lograr una mejor distribución de la riqueza; resolver los conflictos armados pendientes en cuestión de días, horas o minutos; meter a la cárcel a los funcionarios corruptos, y, entre una infinidad de ilusiones más, “poner a México a la vanguardia y a la altura de las exigencias de un mundo cada vez más globalizado”. La retórica preelectoral es un fenómeno fascinante.
Minutos después del triunfo, el sujeto en cuestión alcanza el clímax de su orgullo y decisión y se convierte en un semidiós: con miles de personas coreando su nombre y gritando un casi orgiástico “sí se puede”. Entonces, en un arrebato de temeraria y gallarda locura, suelta las frases que culminan la catarsis: “no les voy a fallar, juntos sacaremos a este país adelante, haremos un México mejor”.
Todos vuelven a sus casas con la tranquilidad que sólo el deber cívico cumplido puede dar. Pero, meses después, el nuevo presidente asume el cargo y comienza a dar los primeros visos de su trágica condición de mortal. Las frases como “las cosas no son tan fáciles, hay que hacer reformas, necesito su ayuda”, comienzan a escucharse y aquella figura heroica que todo lo podía, de pronto se desvanece. Con el paso de los meses, la gente se da cuenta que pocas cosas cambian y que su situación no mejora y, contrario a lo esperado, siente que va bien cuando no empeora. Entonces, para mitigar el creciente descontento, la realidad se transforma en números, muchos números: miles de empleos nuevos creados, millones de viviendas construidas, cientos de miles microcréditos otorgados, entre otras dulces estadísticas observables sólo desde arriba.
Pero los tropiezos y la evidencia de los problemas irresueltos tarde o temprano emergen y empiezan a desdibujar al semidiós para terminar convirtiéndolo, al final del sexenio, en un semihombre, blanco de todas las críticas, depósito de frustraciones, responsable del fracaso colectivo y causa y efecto de todos los males habidos y por haber.
Cuando el elector se cansa de gritar su desilusión y está a punto de tirar la toalla, surge en el horizonte un nuevo paladín, reivindicador de las causas de todos los ciudadanos, sin importar su raza, sexo, edad o condición social. La esperanza vuelve y el ánimo se traduce, de nuevo, a una frase: “ahora sí, éste es el bueno”.
Resulta lamentable observar cómo la democracia en México es un concepto reciclable cada elección y agotado en la misma, en donde no se permite, ni siquiera se fomenta, la participación continua de los ciudadanos en la toma de decisiones, la cual recae casi exclusivamente en partidos, grupos y personas que rara vez tienen como objetivo el que debiera ser el fin último de toda actividad política: el bien común.
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