Como buena mujer mexicana nacida en los años veinte y que alcanzó el estatus de clase media en pleno Desarrollo Estabilizador, mi difunta madre cargaba un costal de prejuicios. Buena parte de ellos se derivaba del típico pánico pequeñoburgués a ser considerado, como diría Quico, “¡Chusma, chusma!”. Ello implicaba una serie de actitudes y valores que, bien vistos, resultaban más bien bizarros. Pero pobre del que protestara o inquiriera acerca de algunas de las inquinas maternas, porque ardía Troya. Y una larga vida cerca de mujeres mandonas hace maravillas para nutrir la prudencia de cualquiera.
Las cosas que podía o no podía hacer la gente “de bien” obedecían a clasificaciones que habrían vuelto loco al buen Aristóteles. Aunque algunas tenían cierto sentido, todo hay que decirlo. Por ejemplo, el evitar espectáculos en que hombres semidesnudos y enmascarados sudaban como bueyes azotándose entre sí con sillas de la Coca, o arañándose la espalda con fichas de ídem (“arma punzo-raspante”, definición policiaca) estaba explicablemente clasificado como simple sentido común. Según esta visión, la lucha libre era show para pelados y resultaba de muy mal gusto sentir atracción por semejante barbaridad… sentencia emitida mientras mi padre veía tranquilamente los toros, ese espectáculo edificante y civilizado. Cosas de la época: seamos indulgentes.
Así pues, un servidor nunca gustó de la lucha libre, aunque no sólo por los prejuicios maternos. También contaba el que las películas con Santo y Blue Demon fueran infumables (aunque, vistas de manera retrospectiva, surrealistamente hilarantes) y que mis primos llenaban interminables y perennes álbumes de estampitas… la mitad de las cuales correspondía a un gladiador llamado Mil Máscaras, quien hacía honor a su nombre poniéndose la que le daba la gana, colaborando así para estafar chiquillos que dilapidaban su Ahorro para el Retiro comprando sobrecitos en que venían estampas del susodicho Mil Máscaras con más capuchas que el Sub Marcos (Perdón: Delegado Zero. Por cierto, ¿todavía existe?).
Total, que esa forma del pancracio nunca fue santo de mi devoción. Y nunca me he arrepentido.
Pero la vida tiene sus vericuetos, que uno hace muy bien en no tratar de descifrar. Por ello, en fechas recientes ignoré los sabios consejos maternos y en dos ocasiones acepté (con otros neófitos) la invitación de un compañero de labores para acudir a tan ignota y popular diversión. Para que vean lo que sirve pagarles la maestría en Harvard. En fin.
Después de esas dos experiencias quiero pasarles al costo mis observaciones, que no son las de un experto ni mucho menos de un fanático; pero tienen el valor del testigo objetivo, maduro, sensible y sensato (ah, y modesto), que ya ha visto un buen en este Valle de Lágrimas y le gusta averiguar por dónde anda el Anima Mundi de este malhadado y retorcido país en que nacimos.
Primera: hay que darle gracias a la lucha libre por los años de paz social que el PRI suele autroatribuirse. Me queda claro que, como siempre, la izquierda mexicana se equivocó de calle y morirá engañada: la Revolución (“¿Ooootra?”, pregunta el culto público) vendrá no cuando el proletariado cobre conciencia o se den las condiciones objetivas propicias (que, fatalmente, nunca se dan); no: la Revolución de las Masas mexicanas ocurrirá cuando se prohíba la lucha libre. Las energías, frustraciones y desquites que se desahogan en torno a esos encordados, estoy seguro, han evitado que este país estalle cual Olla Presto de recién casada. Gracias al pancracio es que posibles magnicidas o guerrilleros en conserva, después de gritar dos horas, regresen calmadamente a sus casas, satisfechos de haber sacado de su ronco pecho los rencores que la vida en México suele sembrar en sus sufridos habitantes.
Segunda: Y claro, no se trata de gritos cualesquiera. En la lucha libre es donde sale a flote la picardía mexicana refinada y escanciada a su máxima potencia. Las ocurrencias del respetable, respondidas por los luchadores, son de un ingenio que se echa de menos en la programación televisiva, el cine nacional o ese otro show de pésima categoría, las campañas presidenciales. Además de que es el único lugar en el Sistema Solar en que un mexicano puede mentarle la madre a otro sin que ocurran represalias telúricas ni el agraviado eche mano a los fierros como queriendo pelear. Nada más hay intercambios verbales. Eso sí, a grito pelón. Y sin mediar ninguna provocación ni ofensa: nada más porque sí. Y aderezados con expresiones francamente esotéricas. A manera de ejemplo: en una de nuestras recientes incursiones, a un lado nuestro un hombre regordete, de unos 65 años, se la pasó mentándosela a tirios y troyanos, luchadores y réferis, pero con una variante muy extraña: hacía una exaltación del terruño solariego, seguida del insulto, a saber: “¡Que viva Lerdo! ¡Chin… a tu madre!” Qué tenía que ver una cosa con la otra, es uno de esos misterios con que la muerte me sorprenderá sin haberlos develado. Cuando le pregunté al hombre por qué decía aquello, me respondió como si fuera lo más obvio del mundo: “Es que es mi sobrino”, refiriéndose a un luchador rudo de la segunda pelea de la noche. Sin comentarios.
Casi medio siglo de vida en este país le enseñan a uno que si los caminos del Señor son inescrutables, los de los señores gorditos de 65 años que se la mientan a los sobrinos en la lucha son sencillamente herméticos.
Tercera: la lucha libre es un espectáculo por demás democrático. Si Shakespeare decía que todo el mundo es un escenario, creo que es válido decir que todo México es Ring General. Ahí caben “el noble y el villano, el prohombre y el gusano”, como diría Serrat. En Ring General es el único lugar en que se impone la medianía y no los extremos de este país de miserables y Carlos Slimes. Porque irse a gallopa es más una extravagante desviación psicológica que una manifestación de pobreza socioeconómica. Y comprar asiento de Ring Side sólo sirve para estarse parando a cada rato, tratando de no derramar la cerveza, en tanto llueven toninas y cachalotes desde el encordado. Es el único lugar en este país en el que a los ricos les va peor. En “Ring General” hay profesionistas, obreros, estudiantes de escuela pública paupérrima y privada carísima, dependientes de miscelánea, señoras gordas, muchachas fugadas del tubo, maestros universitarios (haced La Ola, por favor) y, en fin, un corte transversal y cósmico de esta “briosa raza de bailadores de jarabe” (López Velarde dixit). Y sin mayores problemas ni complicaciones ni ideologías ni lucha de clases ni más deseos que pasársela bien y mentársela al réferi.
Cuarta: la lucha libre es el espectáculo más honesto que conozco. Todos saben que mucho de lo que ocurre es actuación pura; pero todos (luchadores, espectadores, vendedores de semillas, locutores del sonido local, árbitros) desempeñan su papel mucho mejor que los galancetes de Televisa en sus churros. Todas las almas que se hallan en la arena se toman muy en serio su rol, en un acuerdo tácito que funciona con una armonía que ya quisiera cualquier partido político. O Gobierno, si a ésas vamos. Qué no diéramos por ver esa entrega y profesionalismo en futbolistas que en cinco minutos de no despeinarse ni sudar, ganan lo que un luchador (chafa, supongo) en un mes de darse de costalazos y lanzarse topes suicidas (arriesgada maniobra cuya principal función, según pude colegir, es tumbarles la cerveza a los mamucas de Ring Side).
Quinta: el que sea actuación no quiere decir que la cosa sea fácil. Los luchadores, incluso los más toscos y pesados, son auténticos atletas, con una agilidad, resistencia y fortaleza que ya quisieran esos ganapanes del Real Madrid que se lastiman porque el pasto está muy verde, o los beisbolistas de la Gran Carpa que se tironean porque les da el sol. No es por nada, pero uno o dos que he visto podrían audicionar para el Cirque de Soleil; y un rudo llamado El Tackle, de unos ciento cuarenta kilos de peso (cuando lo sujetaron con una llave, un guasón gritó, apelando a la cinematografía ecológica: “¡Liberen a Willy!”) puede brincar más que muchos jovencitos que pesan la mitad. La verdad, subirse al encordado no es para corazones (ni músculos) débiles. Y claro, los golpes (la mayoría, al menos), por más actuados que sean, duelen. Y de una mala caída no se salvaba ni El Santo.
Sexta, y ya chole: la lucha libre se adapta a los tiempos con mayor flexibilidad que la mayoría de los deportes y busca novedades para que la gente siga yendo a las arenas. Una de estas novedades (al menos para mí) es introducir luchadores gays en un deporte que se supone de hombres recios, hechos y derechos. Aparte de la obvia consideración sobre lo que implica admirar a tipos musculosos y grasientos, el elemento gay tiene un atractivo muy curioso para el macho mexicano tradicional (como lo prueba una y otra vez Juan Gabriel; y que cada quién saque sus conclusiones).
En la lucha libre esto se explota de manera francamente hilarante, con sujetos tan sexys como un gato hidráulico y más fingidos que un discurso de Madrazo. Pero que hacen las delicias del respetable, algunos de cuyos miembros terminan siendo perseguidos por los “descocados, sexys de porquería” (como diría Mafalda). Un elemento jocoso más en ese universo del absurdo y la relajación.
Total, que la lucha libre es el mejor y más barato remedio antiestrés conocido por el saber occidental. Si anda de malas, si el jefe lo sigue jorobando por tonterías burocráticos, si quiere escapar de la tiranía conyugal, pues ya sabe. Ahí está la válvula de escape por excelencia.
Consejo no pedido para durar dos de tres caídas sin límite de tiempo: tanto ha sido mi desapego a ese mundo, que no tengo ni %$ idea sobre literatura luchística. Así que vayámonos a otro tipo de pancracio y lea “Con la muerte en los puños” de Pedro Ángel Palou; y “El rayo Macoy”, de Rafael Ramírez Heredia, sobre ese otro mundo alucinante y lleno de golpes (físicos y espirituales): el boxeo. Provecho.
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