El saldo más trágico del sexenio que agoniza es sin duda la descomposición, el descrédito y la parálisis por la que atraviesa la vida política nacional. Culpar de esta situación sólo al presidente de la República, Vicente Fox Quesada, es tan erróneo como atribuirle el hecho exclusivamente a la Oposición. Los integrantes de la élite que controla las estructuras de Gobierno contribuyeron en su conjunto a denigrar sobremanera el ejercicio de la política.
Durante seis años, los ?representantes populares? no pudieron ponerse de acuerdo para impulsar el desarrollo del país, ni siquiera para poner sobre la mesa de discusión los principales problemas que agobian a los ciudadanos de a pie en su anónima cotidianeidad. En lo que sí coincidieron todos fue en la desatención a los reclamos de la sociedad, sobre todo los de los sectores menos privilegiados.
En todo este tiempo, los mexicanos sencillos -aquellos que no gozan de onerosas prebendas y fueros que se traducen en impunidad- fueron testigos de un verdadero circo romano en la arena de la política. Mientras la mitad de los 105 millones que habitan este país lucha por salir de la pobreza y dejar la incertidumbre del día a día, los ?profesionales de la búsqueda del bien común? concentraron sus esfuerzos en el denuesto y la anulación del adversario y en la ambición de mantenerse, a costa de lo que sea, en las entrañas del sistema. Realmente muy pocos se mantuvieron al margen de esta vorágine de poder: priistas, perredistas y panistas, incluyendo al presidente Fox, contribuyeron a manchar de ignominia la ya de por sí vapuleada actividad política.
Reconocer únicamente la cerrazón de los opositores del titular del Ejecutivo a las propuestas emanadas de éste o denunciar solamente la torpeza y ausencia de operación política del primer mandatario y su equipo, es caer en el juego de una de las partes enfrentadas y por lo tanto, reproducir la confrontación que tanto daño le ha hecho a México.
Los miembros de la Oposición actuaron en este sexenio con la única motivación de exhibir la incapacidad de los panistas para gobernar: los priistas, para mandar el mensaje a la ciudadanía de que ellos tienen la experiencia y que más valía malo por conocido; los perredistas, para decirle a la gente que ni el PRI ni el PAN han podido con el paquete y que ellos sí tienen la voluntad y entereza para transformar al país.
Por su parte, el presidente y su club azul intentaron imponer en México una forma de Gobierno empresarial, sin responsabilidad política ni social, de petit comité, olvidando tender puentes para el diálogo con los partidos y demás sectores de la sociedad. Fox y el PAN creyeron equivocadamente que había sido suficiente sacar al PRI de Los Pinos para impulsar una ?nueva manera de gobernar? y se olvidaron de la complejidad de nuestra nación y sus añejos problemas. Intentaron convencer al público de que ellos eran los buenos de la película que habían exterminado a los malos. Pero no fue así y terminaron por convertirse (si no se habían convertido antes) en lo que prometieron combatir. Y la credibilidad y confianza de los primeros meses de la Administración, simplemente se desmoronaron.
Esta situación la aprovecharon los enemigos del presidente y su partido para crear un clima de opinión adverso hacia el Gobierno Federal con el objetivo de arriar ovejas a sus rebaños; y lo lograron en cierta medida. Pero los corrales blanquiazules no se quedaron vacíos y quienes decidieron mantenerse al lado de su pastor, el presidente, acrecentaron su simpatía y desplegaron una férrea defensa del foxismo y una intensa campaña de descalificación contra los críticos del régimen. Pero, eso sí, ambos grupos, opositores y aliados, actuaron siempre con la mirada puesta en el dos de julio de 2006.
Gran parte del descontento y la desilusión provocada por las fallas del primer Gobierno de la alternancia, fue puesta en redil por el perredista y ex priista (no hay que olvidarlo) Andrés Manuel López Obrador. Su aparente combatividad, sus alardes de ?honestidad inquebrantable?, su derroche de demagogia, aunados a los torpes intentos del Gobierno Federal para impedir que fuera candidato presidencial, lograron despertar muchas simpatías hacia su persona, pese a que su proyecto de nación dista muy poco del criticado modelo neoliberal impulsado -aunque no lo reconozcan- por las últimas administraciones priistas y la actual panista.
Pero la actitud beligerante de Andrés Manuel hacia el primer mandatario (quien cuando fue candidato en 2000 asumió una postura similar), no sólo ganó adeptos, sino que también despertó enconos, los cuales fueron aprovechados por los panistas y sus aliados del poder económico para atacar al aspirante del PRD y posicionar a su candidato, Felipe Calderón Hinojosa. Luego de una campaña sucia de ambas partes, el choque de fuerzas amarillas y azules fue violento, con un tercer bloque -el PRI- agazapado en su fracaso esperando el reacomodo para negociar a conveniencia. El resultado de la contienda: una elección aún no decidida (después de dos meses), una creciente polarización política y social, incertidumbre, desconfianza, desencuentro, ausencia de diálogo y sobre todo, peligrosos desplantes de autoritarismo y antiinstitucionalidad.
A lo anterior hay que sumar la cada vez mayor incongruencia de los partidos -que de repente hacen alianzas electorales impensables (v. gr. Chiapas)- y sus integrantes -quienes brincan de un lado a otro sin ningún empacho-, y la indefinición ideológica de los mismos: un PRI que desde 2000 no sabe hacia dónde moverse ni qué bandera enarbolar; un PAN que niega ser de derecha pese a que actúa como tal y un PRD que vocifera su inclinación de izquierda aunque con sus acciones traicione las causas de la misma.
Mientras esto sucede, los problemas que se supone deberían estar resolviendo los políticos del país, siguen creciendo: narcoviolencia, pobreza, marginación, rezago educativo, la crisis de Oaxaca, desempleo, emigración, etcétera. El saldo del sexenio es precisamente éste: inmovilidad gubernamental y parálisis parlamentaria, denigración de la función pública, descrédito institucional y descomposición.
Nada de esto va a cambiar mientras los partidos continúen ejerciendo el monopolio de la política, alejados de los intereses ciudadanos y preocupados únicamente por conservar sus grandes privilegios.
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