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Cinecrítica / Babel, la torre a medio acabar

Max Rivera II

Crítica 3 estrellas de 5

Vale la pena recordar la historia de la torre de Babel, que se encuentra de muy variadas formas en distintas culturas, incluso en el México precolombino. La versión más conocida para nosotros es la del Capítulo 11 del Génesis, el primer libro de la Biblia. Cuenta que en un principio los hombres tenían un sólo lenguaje y, como manera de celebrar sus logros, se pusieron de acuerdo para edificar la torre más alta jamás construida. Así tendrían un monumento que honrara a su propio ingenio, y no a Dios.

Como era de esperarse, esta idea no le agradó al entonces muy irritable Creador, de modo que esperó a que la torre tuviera cierto avance (si no, qué chiste), para mandarles un castigo ejemplar. Recordemos que el diluvio ya había pasado, así que otra catástrofe natural se habría visto poco imaginativa. Dijo entonces: ?Ahora, pues, descendamos, y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero? Y así fue. Obviamente, al dejar de entenderse los constructores, el proyecto de la torre tuvo que abortarse.

Quién quiera creer que esto ocurrió así, textualmente, está en su derecho. Pero lo que interesa ahora son las posibles interpretaciones del significado alegórico del pasaje bíblico. La historia tiene dos moralejas muy claras: primera, la arrogancia humana es un magneto infalible para el castigo divino; y segunda, la incomunicación en un problema terriblemente destructivo, casi una plaga.

La película Babel, del mexicano Alejandro González Iñárritu pretende, según la publicidad, enfocarse en el segundo significado, la bronca de la incomunicación como problema mundial. Pretende. Según la publicidad.

Como espectador, de ninguna manera esperaba un apego estricto a la fábula, ni escenificaciones simplistas de problemas interculturales. Iñárritu, como todo buen director, evita la obviedad. Pero en su afán de sofisticar el discurso, cae en contradicciones y engolamientos innecesarios. Babel es una buena película, o mejor dicho, tres excelentes películas que se debilitan al forzarlas en una estructura que su director ya agotó. No es la obra maestra que algunos quieren ver. Amores Perros lo es.

La trama es más o menos esta (omito detalles para no arruinar sorpresas): dos niños marroquíes cuidan su rebaño de cabras con un rifle que acaba de comprar su papá. Por estupidez, empiezan a jugar a dispararle a los vehículos que transitan por una carretera cercana. Uno de sus disparos acierta en un autobús y hiere de gravedad a una turista americana. El esposo de la turista inicia entonces una carrera desesperada por conseguirle atención médica decente en el desierto norafricano.

Este accidente causa que en California, el padre de dos niños obligue a la nana mexicana a cancelar sus planes para asistir a la boda de su hijo en México. La mujer, al no encontrar una mejor solución, decide cruzar la frontera con los rubios pequeñines.

El accidente también tiene relación con la historia de una joven japonesa sordomuda, hija de un ejecutivo taciturno y una madre que murió en circunstancias poco claras. La sensación de aislamiento de la joven (sumada al aislamiento real causado por su sordera), la va orillando a manifestar sus frustraciones con exabruptos sexuales, que lanza como desafíos a la sociedad que la ignora.

Las tres historias son fascinantes por derecho propio, conmovedoras y hasta desgarradoras. Pero la conexión entre las tres, sobretodo la japonesa, se siente forzada. No está en duda la belleza de la realización, lo que no se logra es la unidad estética. Esta falla no sería tan importante si no fuera justo ahí, en la sincronía, donde escritor (Guillermo Arriaga) y director buscan hacer el énfasis.

Babel no es una cinta difícil de entender. Es más accesible que Amores Perros o 21 Gramos. De modo que las deficiencias no son del público, sino de los realizadores. El final, que llega con la historia japonesa, nos deja sin información importante. No es como el final abierto de alguna otra historia mejor desarrollada, que acepta cualquier interpretación del espectador y permanece igualmente satisfactorio. El final confuso de Babel nos priva de una muy necesaria catarsis, de una epifanía que no tenía porque llegar en la sala, podía llegar después, en el coche, en la cena. Pero no llega.

Y la catarsis es necesaria porque Babel es una experiencia agotadora y desagradablemente intensa, donde la tragedia amenaza por aparecer a cada momento. Con la misma urgencia que tienen las comedias por provocar la risa constante, Iñárritu nos azuza con desatar calamidades en cada escena. Parece olvidar que la tragedia es más efectiva cuando golpea una vez al inicio, como catalizador, o al final, como consecuencia. El director descarta usar este mazo contundente y prefiere picarnos las costillas todo el tiempo.

Lo que sí logra Babel, sin que esa parezca su intención, es un análisis profundo de las relaciones entre padres e hijos, y de cómo los padres justifican el abandono cuando obedece a circunstancias económicas, tanto en casos de éxito como de angustia financiera. Quizá esto explique la dedicatoria final de la cinta, que entonces no resultaría cursi, sino triste.

La soberbia es la suma de la ambición y la arrogancia. Dios no siempre castiga la soberbia. Al contrario. Muchos artistas han visto premiada su ambición con la inspiración y la habilidad para plasmarla. A Arriaga e Iñárritu mismos se les ha permitido construir sendos edificios que se alzan hasta tocar el cielo. Este último esfuerzo conjunto, sin embargo, no fue recompensado. Han quedado con una torre llena de promesas pero inacabada, que se llama, muy apropiadamente, Babel.

mrivera@solucionesenvideo.com

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