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Cinecrítica / El Código Da Vinci es un peligro para México

Max Rivera II

Calificación: Tres estrellas y media de cinco

EL Siglo de Torreón

TORREÓN, COAH.- A Luis Buñuel le gustaba contar el siguiente chiste gráfico, que vio en alguna revista: dos cabras mastican plácidamente la película de un rollo, que por alguna razón terminó tirado en la campiña. Al terminar de comerse la cinta, una cabra le comenta a la otra: ?Me gustó más el libro?.

Hay una tendencia natural, creo, a menospreciar las adaptaciones cinematográficas cuando se ha leído el original literario. Aventuro una posible explicación: el lector necesita justificar el tiempo y el esfuerzo invertido en el texto, los días o meses que le llevó terminar el libro, a diferencia de las vulgares dos horas que se necesitan para ver una cinta.

Entendamos que se trata de dos placeres diferentes. Cuando prefiero un libro es porque su prosa o su poesía, su selección y acomodo de palabras, logró divertirme más. Diversión, sí. Superficial. O profunda, que sacude el alma, pero siempre diversión. Nada tiene de malo divertirse. Reconózcalo, si fuera posible, estaría haciendo todo el tiempo eso que considera divertido.

En fin. A lo que quiero llegar es que leí la novela El Código Da Vinci (sin necesidad de comprarlo, gracias Magda), ahora vi la película, y ambas me parecen exactamente iguales: muy divertidas. Acepto públicamente que el condenado libro no me dejaba soltarlo. Por supuesto, hay otras lecturas de las que si estoy orgulloso, pero sería pedante no reconocer que la novela de Dan Brown me divirtió bastante. La cinta de Ron Howard, hay que reconocer, tiene elegancia, que el libro no tiene. Brown es un escritor eficiente, nada más.

Déjeme pasar rápidamente por el trámite de la sinópsis. El misterioso asesinato del curador del Louvre hace que la policía francesa se vea forzada a recurrir a Robert Lagdon, norteamericano estudioso de simbología. En la investigación, va descubriendo indicios de que el crimen se gestó dentro de la Iglesia Católica, para destruir a la orden del Priorato de Sión, poseedora del secreto más terrible de todos: la naturaleza humana, no divina, de Jesucristo.

Es un tema incómodo, por decir lo menos, para la Iglesia Católica y la mayoría de las iglesias Cristianas. La idea de que Jesús tuviera hermanos, esposa y hasta hijos, resulta intolerable para muchos. Si usted es de ellos, manténgase alejado de la película, como logró mantenerse lejos del libro.

¿Pero debería prohibírselo a sus hijos? No lo sé. Depende. Si las prohibiciones le han funcionado antes, hágalo. Si así su conciencia permanece tranquila, bien. Entonces la pregunta será ¿Sus hijos le harán caso? Mi consejo sería que deje las prohibiciones para cosas más importantes, o de efectos negativos más tangibles, como las drogas o el Sida.

Desde mi punto de vista, El Código Da Vinci no es peligroso ni para sus hijos, ni para México, ni para el Vaticano, por la sencilla razón de que es un mero trabajo de ficción, cuya mayor virtud es haber sabido hilvanar muchas viejas teorías conspiratorias de un modo entretenido. En particular, me pareció fascinante el análisis de La Última Cena de Leonardo. No había acabado de leer la página cuando ya había saltado a buscar reproducciones en libros y páginas de Internet. Ya sabrá porque.

En lo que a mis creencias respecta, pasaron la prueba sin mayores broncas. Tengo una hebrita de que fe resiste tempestades. Jesús siempre será una de mis personas favoritas, Dios o no, esposa o no, por la potencia de su mensaje. Para mí, el momento cumbre de los evangelios no es la crucifixión ni la resurrección, sino el sermón de la montaña.

El Vaticano puede cuidarse sólo. Lo ha hecho estupendamente durante siglos. Y en este preciso momento tiene motivos más graves que una novelita para preocuparse. Los enemigos de cuidado son aquellos que están dentro, los que abusan de los niños. Hombres despreciables que al no poder cumplir con la ley de su iglesia, se satisfacen a escondidas violando las leyes del mundo entero.

Por otro lado, en lo que respecta al Opus Dei, prelatura que Brown menciona con todas sus letras, salen con un rasponcito acaso, sin acusación seria alguna. Pueden seguir tranquilos haciendo más grande el ojo de la aguja por el que salten alegres los camellos.

Todos los argumentos del código Da Vinci pueden ser fácilmente rebatidos por una organización con dos mil años de experiencia en defenderse y atacar. Todos salvo uno. El terrible ninguneo a las mujeres en la estructura eclesiástica. Hace apenas unos meses me percaté, como una revelación (divina o maligna, no sé), que en ningún momento del cuerpo oficial de la misa se reza el Ave María.

Pienso que con el paso de los años la situación será corregida. Recordemos que el tiempo es relativo, y que la urgencia de los grupos sociales puede tardar generaciones en ser atendida por la Iglesia. Pero de que rectifica, rectifica. Si no, vean el Concilio Vaticano Segundo. Quizá los hijos de mis hijos verán el día en que termine esta discriminación inexplicable e insostenible. Sólo cosas buenas pueden resultar del reconocimiento a la parte femenina de la divinidad. Cuando el poder de esa presencia, que de manera conmovedora atestiguamos cada 12 de diciembre, que se manifiesta arrollador en el corazón de los pueblos, se refleje también en el organigrama.

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