Sin la hojalateada semanal a la que me somete el ortopedista, me duele todo mi hermoso cuerpo. Me siento como una campechana pisoteada y así voy a seguir, dado que mi médico ha quedado al otro lado del muro comanche que divide esta capital.
Lo peor es que ni siquiera puedo quejarme a gusto cuando me doy cuenta de que primero los pobres, son quienes pasan a engrosar las filas de los sintrabajo.
Cuando veo que el turismo, imprescindible para mantener a flote nuestra economía, consiste ahora en puras cancelaciones. Cuando miro ese Triángulo de las Bermudas que forman las calles de Reforma Juárez y Madero e imagino la desgracia de los verdaderos damnificados que son quienes habitan esos territorios ocupados por la furia.
Ayer populosas calles, hoy impresentables y malolientes excusados públicos a pesar del alto costo y la solicitud con que el Gobierno de la ciudad los provee de letrinas, cocinas y techos que a duras penas los protegen de las lluvias que como siempre en el verano, se precipitan violentamente sobre esta capital.
Supongo yo que el duro tratamiento de intemperie y agua al que están sometiendo a la gente, está previsto para enfurecerlos un poco más cada día, mientras Masquenadie decide hacia dónde le conviene canalizar toda esa caudalosa furia.
Ante ignominias tan peores no me debo quejar, pero la verdad es que frustrados a intratables por las sorpresitas y “divertimentos” que nos inflige el perredismo, los ciudadanos estamos alcanzando niveles intolerables de PH (Pinche Humor). Todos por acá andamos al borde de un ataque masivo de nervios y la única forma que encuentro de que mantengamos un último resto de salud mental, es huir del D.F.
Yo lo hice. Huí el fin de semana a Valle de Bravo donde la vida oxigenada y amable, transcurre todavía sin sobresalto y dejando tiempo para largas y sabrosas discusiones de sobremesa con amigos como el Che Perredista, a quien se le perdona cualquier cosa por los magníficos asados que nos preparó. “La rabia de Masquenadie se debe a que duerme sin mujer”, opina la señora Gatuso mientras se sirve un buen trozo de asado de tira. Cotilla suplica: “Por favor no lo nombren si no quieren provocarme un ataque de vómito”.
Y como prueba de que en la democracia cabemos todos; hasta compartimos nuestro asado con un millonario ex priista en proceso de regeneración. Largas caminatas, el verde del camino y el lago siempre a la vista, son una magnífica terapia para meter al orden las emociones y aplacar la angustiosa sensación de que la barbarie nos está invadiendo irremediablemente.
Y no es que me niegue a entender razones. Aún siendo tan cabezota como parezco, alcanzo a darme cuenta que reprobamos en justicia social y que esa asignatura tanto tiempo pendiente ha dejado profundas heridas entre los menos afortunados. Está claro que el momento de sanarlas es inaplazable.
La razón de los pobres no se pone en duda, lo que resulta inaceptable son los modos, los desfiguros en nombre de la democracia, el discurso malévolo e irresponsable, la estrategia de colisión y ruptura “pacifica”.
“Como van las cosas, Masquenadie no tarda en declararle la guerra a Bush”, dice la Gatuso entre uno y otro alfajor. Es curioso constatar la desproporción que existe entre los beneficios que la democracia nos ha procurado y el desinterés que mostramos atentando contra ella.
Entre tanto ruido, lo único que me queda claro es que volver a la ley de la selva que empezábamos a remontar, sería imperdonable, ya que sólo desde el orden social, desde el pupitre de los niños, desde el trabajo y el esfuerzo continuado de todos, podremos remediar las equivocaciones históricas que hoy nos pesan tanto.
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