Hace un par de días me desplazaba a lo largo de una de las principales arterias de la ciudad, en hora pico. He notado que muchos conductores circulan a gran velocidad, lo que convierte el conducir, en una suerte de albur: podemos llegar a nuestro destino enteros, en pedazos, o simplemente no llegar nunca. Si a esto aunamos un calor calcinante de cincuenta grados al sol, las cosas se tornan críticas. Hago una pausa técnica para explicar el término de ?grados al sol?, nótese que las temperaturas que se anuncian son ?grados a la sombra?; casualmente en esa tarde eché una ojeada a mi termómetro ambiental, expuesto a los rayos del sol, y cual no sería mi enorme sorpresa al ver cómo la columnita de alcohol alcanzaba los cincuenta grados de tope que tiene el artefacto. Entonces entendí el porqué en ratos tenía la sensación de que los neumáticos se iban quedando pegados al asfalto como chicle.
Luego de pasar un crucero importante, la fila de automóviles disminuyó su velocidad de manera intempestiva. Pronto pude ver, cinco carros delante de mí, una bicicleta tipo triciclo, conducida por un hombre joven. Llevaba colocado en forma horizontal un armatoste, que por el color y forma, semejaba un ropero. Cuando finalmente me tocó rebasar al singular ciclista, me causó gracia observar que se trataba de un viejo refrigerador el cual iba perfectamente acomodado en sentido horizontal, sobre la moldura cuadrada que corona la canasta del triciclo, extendiéndose a ambos lados de la misma.
Aún no dejaba atrás al hombre con su original cargamento, cuando mi mente comenzó un intrincado tejido de imágenes: qué hacía el hombre con un refrigerador viejo; se lo habrían regalado; lo recogería en algún deshuesadero... Ahora bien, qué pensaba hacer con él, rehabilitarlo, convertirlo en mueble de otro tipo, o simplemente desarmarlo y venderlo como aluminio...
No podía dejar de sonreír al recordar la escena que había quedado físicamente atrás, pero estaba fija en mi mente, como una de esas fotografías con las que nos topamos, y decidimos no olvidar.
Vivimos en un mundo globalizado, y las cuestiones del liderazgo son materia obligada; pensé entonces que había que darle la debida trascendencia al asunto, y me puse a buscar un nombre para ese capítulo de mi vida. Podría llamarse:
-Alternativas de solución al transportar un refrigerador en la vía pública.
-Inteligencia aplicada en el transporte de armatostes a temperaturas calcinantes.
-Cómo llevar a cuestas tu refrigerador, sin que te cueste un centavo.
-Optimización en el transporte urbano de enseres domésticos y sucedáneos.
-Convierte el peso de tu refrigerador, en pesos constantes y sonantes.
-Hay aves que cruzan el pantano sin mancharse el plumaje, como hay hombres que llevan un refrigerador por la calle, sin gastar ni desgastarse.
Y claro, de aquí nos podríamos pasar a cuestiones más filosóficas, para decir que en la vida todos llevamos un refrigerador a cuestas, considerando las cargas del pasado, los conflictos no resueltos, etcétera... Continuaríamos diciendo que es precisamente la capacidad de perdonar, la que aligera esa carga, como en su caso es la creatividad humana la que permite que un individuo ande por el mundo con su refrigerador a cuestas, sin perder paso, hasta alcanzar su destino.
¡Vaya! Observar al joven individuo estirando la cabeza como ganso, para guiar su rumbo por encima de tan pesada carga horizontal, fue toda una inspiración, y me atrevo a afirmar que no fue sólo mi impresión personal. Los conductores de los vehículos que me precedían hicieron dos cosas sorprendentes (considerando los delirios de corredor de carreras de tantos, y los cincuenta grados de temperatura). Ni lo arrollaron, ni lo ensordecieron con el claxon, y mansamente ?uno a uno- lo fueron rebasando, quiero suponer que con el mismo gesto de sorpresa que yo expresaría en mi momento. Aquello era toda una odisea urbana, merecedora de los laureles de la victoria, si logró llegar a su destino sin contratiempos.
Decidí intitularlo como lo hice, por el Día del Padre, recordando una anécdota de mi casa paterna. En el seno familiar, mi papá se hallaba rodeado solamente de mujeres (esposa y tres hijas); por lo que en ratos aspiraba a tener apoyo de género. Canino no, pues nuestra mascota era perra y no perro, por lo que se consolaba diciendo que, cuando menos, el refrigerador compartía asuntos de género con él. Recordé aquel refrigerador, y pensé que, al igual que éste, fue un refrigerador con mucha historia. Y volví a sonreír, con una sensación de gratos recuerdos que se guardan en un sitio muy especial de la memoria.
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