Voy regresando del banco; acudí a una sucursal de esas instituciones que han venido a fusionarse con la menguada banca nacional; para los conocedores, como un modo de rescatarla, pero que en ratos como éste, se antoja detestable. Estrenaremos horario de verano en unas cuantas horas, pero ya desde este momento el calor se ha instalado en calles y edificios. La sucursal bancaria no fue la excepción; una sola ventanilla funcionando complicaba más las cosas. Luego de veinte minutos de permanecer estáticas las líneas, opté por emprenderla a otra de las sucursales; algún hombre joven hizo lo mismo, pero el resto pareció dispuesto a sobrellevar aquella espera. Yo me pregunto si para cuando termine estas dos cuartillas y media, la fila se habrá renovado, o se habrán reducido a vapores y despojos los ciudadanos que la conformaban.
Particularmente llamó mi atención un hombre de la tercera edad, ubicado a dos espacios delante de mí; su escaso cabello blanco-amarillento me hizo recordar el de mi abuela Luz. Su camisa de un blanco apagado lucía limpia y planchada, pero parecía haber envejecido con su dueño; su superficie tenía arrugas que no deshace el acero caliente. Lo preocupante del caso, es que daba la impresión de estar solo en aquella fila que se negaba a avanzar. El tiempo que duró mi inspección pude observar cómo en todo momento se sostenía de uno de los frágiles postecitos de plástico que sujetan las bandas que demarcan las filas. Dada su perseverante actitud, únicamente cambiando de mano, comprendí que debe padecer algún trastorno del equilibrio. Aunque la cosa estaba infernal, le favorecía que la fila no avanzara; me pregunté qué pasaría en el momento cuado lo hiciese, y el viejo no tuviera manera de asirse con firmeza de la banda, como ahora lo hacía del poste.
Así vino a mi mente un torrente de imágenes que tienen que ver con nuestros viejos; en ratos los vi haciendo señas desesperadas al camión urbano que pasa y simplemente no los levanta, en aquella absurda carrera por ganar pasaje. Otras veces los vi intentando cruzar una avenida, con resultados que van desde riesgosos hasta fatales. Vi a una anciana pidiendo limosna paradita junto a la puerta de acceso de un cajero automático; su cara muy bella, y algo en sus ojos, invitaban a ayudarla. Ella no se movía de su sitio, pues en cuanto intentaba despegarse de la pared, una serie de movimientos la hacían temblar de pies a cabeza. Los conductores bajábamos del vehículo para darle dinero; me pregunté cómo llegaría allí, quién iría a recogerla, o si no aparecerían unos vivales a arrebatarle su pequeño tesoro. Y por supuesto vino a mi mente don Timo, ese gran hombre que se niega a doblarse ante los años; su cuerpo lo ha hecho, de suerte que no puede erguirse totalmente. Pero desde las cinco de la mañana anda sobre su bicicleta recogiendo los periódicos que vende en una esquina.
Están de moda una serie de advertencias para evitar la violencia en la pareja; el maltrato hacia los niños nos prende particularmente. Sin embargo los viejos que deambulan por las calles, constituyen un sector de la población bastante olvidado. Tenemos al candidato populista AMLO quien promete hacer extensiva la ayuda de los seiscientos pesos mensuales de los viejitos defeños, al resto del país. No he escuchado las propuestas del resto de los candidatos, para una población que crece exponencialmente, gracias al aumento en la expectativa de vida.
En lo particular considero que más que una aportación de veinte pesos diarios, nuestros viejos necesitan que se empiece a planear la infraestructura urbana del país, sin dejar al margen sus necesidades muy particulares. Digamos rampas de acceso; facilidades en instituciones como bancos o tiendas de autoservicio; servicios médicos, y de transporte .
De niña siempre imaginé que cuando llegara a vieja, mi cabello sería como el de mi abuela Luz; me miro al espejo, y las canas que identifico, me indican que no estaba tan errada. Ahora que andamos encampañados, confiemos en que el triunfador tenga el acierto de colocar en los puestos clave a sabios conocedores, sensibles a las necesidades de los más desprotegidos. Ya es tiempo de terminar la moda de eruditos tecnócratas, que se dedican a pulir los indicadores macroeconómicos, en tanto se dan una vida desbordante de lujos, dentro de un país en crisis galopante. Se trata de estructurar gabinetes; planificar acciones, y designar presupuestos, teniendo al ser humano como eje, no como pretexto publicitario, no como excusa de campaña.
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