Una nueva paranoia se filtra a través del mundo, y llega al hombre. Llega al hombre y lo angustia. Lo angustia tanto, que éste corre a refugiarse en sus bunkers mentales.
Ahora es la Gran Bretaña la que grita que el terrorismo está a la vuelta de la esquina, y entra en pánico; toma la lupa y comienza a ver terroristas por doquier.
Las grandes naciones se agazapan como gatos en la noche, esperando que haga su aparición el enemigo, sin darse cuenta que ya lo llevan con él como su sombra: El enemigo que corroe su tranquilidad de buenos cristianos se llama miedo.
Si echamos un vistazo a nuestro mundo, encontraremos que la angustia se viene adueñando de individuos, pueblos y naciones. Surgen fantasmas contra los cuales las potencias que tienen algo que temer, se arman hasta los dientes; ahora cunden las fobias.
De igual modo se encuentra el alma del hombre, aprisionada por sus propias angustias existenciales. Se busca en el espejo, pero al pararse frente a él descubre que su superficie se halla desgastada, y no logra mirar su rostro. De momento duda si en realidad tiene un rostro, si alguna vez lo ha tenido; si lo ha prestado, o extraviado.
Por un instante cree no tenerlo y comienza a buscar uno nuevo, que le proporcione una identidad frente a este mundo tan confuso. Vuelve entonces los ojos a los íconos, aquellos personajes que por alguna razón se han vuelto un punto de referencia para las multitudes. Unos buscan al líder espiritual; otros lo crean; unos admiran el poder, y se rinden ante un dios poderoso para hallarse a ellos mismos.
De este modo surgen el terrorismo y el fanatismo. El hombre que se siente huérfano de identidad, se adhiere con firmeza a esta figura en la cual pueden descansar sus incertidumbres.
Nacen los terroristas suicidas; los que están dispuestos a cualquier cosa por la causa de su guía. Surgen brotes de resistencia civil irracional, que en su afán de no romperse violentan los derechos de terceros.
Salen a las calles maestros para exigir la destitución de un gobernador, andan con pancartas y consignas como marionetas, al capricho de políticos que los usan para su provecho. Dentro de todas estas manifestaciones con visos violentos, se dibuja un perfil antisocial, un gusto insano por destruir, perfectamente maquillado como causa social.
Nosotros, los hombres y mujeres ordinarios, nos sentimos demasiado pequeños frente a estas manifestaciones que en ratos parecen imponerse. Albergamos nuestros propios pequeños temores, que no por pequeños y propios dejan de ser universales.
Volteamos en derredor, y no encontramos respuesta. Hay imágenes groseras; ruidos estridentes; escuchamos verdades a medias; hablan los profetas de la fatalidad.
Volvemos a buscar el rostro propio entre aquellos reflejos, ecos y estridencias, pero no lo encontramos. Nos quedamos en la soledad más absoluta, en la soledad de mi conmigo cuando uno de los dos es mudo, y no pueden dialogar. Volteamos nuevamente en busca de un anestésico hilarante que nos llene la cabeza de cosas tontas, para no pensar. Se antoja ahogar el alma en alcohol, o en los paraísos de la piedra blanca, y así no vernos al espejo, temiendo quizás no encontrarnos.
Vivimos en un mundo de soledades apiñadas; carecemos de un espacio íntimo de reflexión; difícilmente estoy sola con mis propios pensamientos. Temo lo que pueda encontrar en el eco de mi propia voz. Prefiero la anestesia del no ser, del no buscar...
En aquel estado de cosas llega el arte como una niña que salta la cuerda con desenfado. Toca mi hombro su figura fresca para invitarme a creer en el hombre, a buscar nuevos espejos y desechar los desgastados. Veo entrar al teatro que me obsequia un rostro y una voz, y me dice que no es malo temer, porque todos tememos. Que no es malo llorar, porque en cada nacimiento y en cada muerte, se llora por amor. Llegan las letras para invitarme a danzar con ellas al ritmo de la flauta.
Todas las artes van haciendo acto de presencia, desde las sofisticadas piezas del barroco alemán, hasta el regaetón; desde las porcelanas chinas hasta la talavera poblana. Desde la epifanía de un sol naciente, hasta el arrullo de una luna llena.
Ahora sabe mi alma que no está sola; tengo una suave manta para cobijar mis viejos pequeños temores. Y lo más importante, en este reencuentro con la vida, descubro que la esperanza nunca muere.
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