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Contraluz / RISAS PARA EL MUNDO

Ma. del Carmen Maqueo Garza

Mirar por largo rato a un grupo de chiquillos jugar sin saber que están siendo observados, no deja de ser una fiesta para el espíritu. Hace un par de días en un sitio público, en tanto esperaba turno, tuve la oportunidad de hallarme cerca de un par de niños, muy seguramente hermanos dado el parecido físico. El más pequeño de aproximadamente dieciocho meses de edad, corría de un extremo al otro del local, en tanto el mayorcito, de seis o siete años, jugaba a perseguirlo. Acto seguido, el pequeñito imprimía mayor velocidad a su carrera, entonces el mayor hacía lo propio hasta que finalmente lo alcanzaba, y terminaban ambos en el suelo abrazados, dejando escapar un montón de sonoras carcajadas. Pronto se les unió a la distancia un pequeño preescolar, quien desde un extremo del lugar, parecía gozar de igual modo que los primeros dos, las travesuras de correr, alcanzarse, levantarse, y comenzar de nuevo a correr.

No pasó mucho rato para que, del otro extremo del recinto, un cuarto chiquillo viniera a integrarse a la divertida fiesta. Esto es, en cuestión de cinco minutos cuatro pequeños habían inundado aquel lugar con gozosas expresiones que a los mayores de alguna manera también contagiaron. Casi podría decir que sentí pena de que ya fuera mi turno en la ventanilla, pues tuve que interrumpir aquel momento mágico de esos que permiten que los ánimos se renueven, e invitan a creer que en nuestro mundo no todo es tragedia, odio y violencia.

La frescura con la que cuatro chiquillos se unieron en un solo instante, sin distingos de ningún tipo, permite creer que por encima de las diferencias de una u otra clase social, existe una fuerza superior que nos hermana. Los dos primeros chiquillos denotaban su condición humilde; el tercer niño portaba un pulcro uniforme de escuela particular, y del cuarto no podría precisar tan fácilmente su origen. Sin embargo en aquellas risas eran una sola; el brillo de los ojos de todos, en el intercambio furtivo de miradas, era el mismo. Estoy segura que ellos en ningún momento repararon en algo más que en el instante fugaz de diversión que estaban compartiendo.

Entonces vino a mi mente la forma como los adultos solemos ir complicándonos la existencia. Comenzamos a etiquetar; a discriminar; a juzgar y a mirar con recelo, hasta que llega una verdadera anquilosis interna, que va agotando nuestras posibilidades de relacionarnos libremente unos con otros. Vamos cuidándonos del de aquí, del de allá; del que tiene y del que no tiene; del que sabe, y del ignorante. De alguna manera nos alejamos de toda posibilidad para hermanarnos en las coincidencias, y nos enfocamos a las diferencias; hacemos hincapié en lo que nos hace distintos, y la vida se vuelve entonces, pesada, incómoda, y difícilmente llevadera.

No nos sorprenda entonces, la serie de eventos dramáticos que ocupan los encabezados de los diarios cada mañana; hechos de sangre que derivan probablemente de sensaciones de incomodidad interna, como quien se siente mal consigo mismo, y entonces sale y arremete contra todo lo que se le ponga enfrente. Un caso simple y cotidiano es la forma como conducimos en la vía pública; en ratos parece que quisiéramos destruir al vehículo que tenemos frente, o que se nos atraviese un incauto para embestir contra él.

Tampoco nos sorprenda que chiquillos de diez o doce incursionen en adicciones en un intento de huir de un mundo ingrato, que no les ofrece un espacio para sentirse bien. Ni nos asombre la chiquilla que resulta embarazada en sus afanes de tener novio para sentir que alguien la toma en cuenta, en un medio que parece ignorarla?

Nuestros niños son los portadores de las expresiones más prístinas de lo que somos como sociedad. A través de ellos, de sus palabras, de sus risas o sus sueños rotos, logramos visualizar el grupo humano en su totalidad. Representan la ventana privilegiada para asomarnos al estado interno del alma, y tratar de entenderla.

Ahora bien, volviendo al caso de los cuatro chiquillos, yo me pregunto en qué momento se rompe aquella fraternidad natural de los niños pequeños que se unen sin dificultad alguna en una misma risa o en un mismo juego, y comienzan a darse las divisiones; las oposiciones, hasta la violencia misma.

En mi caso particular, trabajar con niños pequeños es recibir una vacuna diaria contra los ratos de desasosiego. Es no dejar de creer que la raza humana puede manejarse de maneras más sanas, y es sobre todo, invitar al resto del mundo a no dejar de buscar esa visión privilegiada de la vida.

maqueo@yahoo.com.mx

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