De alguna manera supo mi inquietud por escribir acerca de la adolescencia. Me abordó con la petición de que sacara un artículo sobre drogadicción; sus palabras denotaban cierta urgencia: luego de las primeras frases, de su rostro cayó un velo, y quedó expuesto un rictus de dolor muy profundo. El de una madre que vive con desesperación el día a día de un hijo drogadicto.
Me pareció como si un gran témpano se resquebrajara, y se precipitara en grandes pedazos contra el agua, emitiendo un sonido impresionante; a partir de ese momento las palabras comenzaron a fluir de sus labios atropelladamente, como reos que buscan escapar. El tiempo perdió su valor, igual pudieron haber pasado diez, veinte o treinta minutos. El dicho de la mujer formó una nube densa, de manera que los eventos del derredor parecieron estáticos, lejanos e inexistentes.
...Era un chico normal, hasta los trece, cuando comenzamos a ver algo, bueno, si en ese momento le hubiéramos puesto más atención, pero pensamos que no pasaba nada. Luego, a los diecisiete, las cosas ya fueron muy distintas. Lo que hemos vivido al lado de él ha sido un infierno; hubo ratos cuando hubiera preferido estar muerta. Sí, a tal grado es la desesperación, la impotencia.
En la colonia El Narco (así, con mayúsculas, como lo denotaron sus palabras), tiene una casa que ocupa toda la cuadra, y en ese tramo tiene tres tienditas. Hace poco llegaron vehículos del ejército y se pararon frente a su casa, pero ni se bajaron, luego de un rato nomás se fueron. Hay allí un montón de niños de diez años, más o menos ?se le quiebra la voz-, todos drogados. Dicen los vecinos que no son de la colonia, pero están bajo el amparo de El Narco. También sus hijos trabajan para él, y todos los que vivimos cerca nos sentimos impotentes.
...Cínicamente este señor se burla del dolor de padres y madres de familia; se pavonea como si fuera no sé qué... En ese momento un rapto mental me lleva a imaginarlo como un cacique, en los tiempos de las tiendas de raya, cuando dentro de aquellos latifundios no se movía una hoja sin el permiso del patrón...
Continúa hablando, el tiempo definitivamente nos ha abandonado, como si todos los relojes de la ciudad hubieran parado el andar de sus manecillas azorados ante el dolor de aquella madre. Mi hijo está bien ahora, en una institución. Pero, ¿cómo lo regreso a su vida normal? ¿Cómo me lo traigo con nosotros si enfrente está la tiendita? ¿Cómo?... Un largo silencio cuelga entre su desesperanza y mis sentidos, no sé qué decir.
Imagino lo que la droga hace en la vida de estos jóvenes, para quienes el libro de su propia historia habrá dado vuelta a la página sin opción de retorno. Nunca volverán a ser las cosas como antes de esa primera vez; los seguirá una sombra donde quiera que vayan; enfrentarán luchas descarnadas con sus propios demonios cada noche, cuando el cuerpo pida sus opios. Harán cualquier cosa, hasta anularse a ellos mismos, por tener el recurso para comprarla. Una palabra que habrán perdido para siempre, irremediablemente, es la preciosísima palabra ?libertad?. Ningún minuto, de ningún día, de lo que les reste de existencia, podrán sentirse completamente libres para hacer, ir o venir a su antojo. Entonces entiendo a la madre cuando dice: ?en ratos le pedí a Dios morir?.
Los narcos saben dónde asestar el golpe. La idea del joven de que la pruebo y no la vuelvo a tocar, corresponde a la inmadurez propia de la edad; nuestros niños y adolescentes asumen que la incursión a las drogas es vacación de una sola vez, y que la dejan cuando quieran.
Escucho a la madre, por un momento la realidad más allá de sus palabras vuelve a mí a manera de destellos, en uno de ésos veo a mis hijos quienes charlan desenfadadamente a pocos metros, esperando a que yo me desocupe. Mi hija juega a caminar sobre el filo de la banqueta guardando el equilibrio, mientras ella y su hermano platican y ríen. Resulta metafórico, nuestra juventud vive su vida así, manteniendo el equilibrio a cada paso, entre fuego cruzado. Y entiendo lo claros que tenemos que ser los padres en la información. Pero más aún, la manera como estamos obligados a amar, con un amor inteligente que sepa lo que hace, que aborde sin miedo a los chicos , que acepte, que perdone, pero sobre todo, que sepa abrazar.
Yo nunca escribo por encargo. Hoy lo hago por deber moral; soy voz del testimonio de una madre, una voz que no podría quedar callada.
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