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Cosas de ver y de no creer

Roberto Orozco Melo

“¿Fuma usted?” -me preguntó un hombre con respiración entrecortada que aguardaba su turno a mi lado en la sala de espera de un laboratorio de análisis químicos-. Sabe, yo sí fumo y de hecho vengo a que me hagan un análisis de mis flemas y una radiografía de pulmón pues el doctor está muy preocupado por mi salud. Él mismo hará las pruebas”...

A estas alturas de la explicación el pacientito ya había abierto una cajetilla de cigarros, tenía un cigarrillo en viaje hacia la boca y se aprestaba a encenderlo con el mechero en su mano diestra.

No gracias, no fumo -le respondí y agregué educadamente las siguientes palabras: ...y aunque usted sí fume, según afirma y veo, no le conviene encender el pitillo que trae entre los labios. Mire las paredes, están tapizadas de letreros que lo prohíben. Mejor espere a salir del consultorio...

Mientras guardaba el paquete de cigarros en su bolsa, mi ocasional vecino empezó a toser, a carraspear y sacar flemas amarillentas para escupirlas en su pañuelo. “Ha de perdonar, dijo entre gemebundas expectoraciones: “Siempre pasa cuando no estoy fumando. Voy afuera a calmarme”. Caminó hacia la calle, encorvado y tosedor, mientras metía mano a la bolsa de la camisa para extraer un cigarrillo. Se detuvo, lo encendió, le dio una larga fumada y contuvo el humo en sus vías respiratorias; luego lo expulsó por la boca disfrutando un breve instante de infinito placer. Inmediatamente le desaparecieron la tos y sus trémulos extremos.

En los años de mi niñez ya existía la costumbre de fumar; era un hábito de hombres y mujeres, lucía “caché” y de buen gusto. Nunca supe por qué razón se consideraba un refinamiento social al hecho de chupar un humo caliente y desagradable que estimulaba la secreción de la saliva, irritaba las fosas nasales y además dejaba un espantoso sabor de boca.

Vi fumar en mi casa desde niño: la marca preferida de mi padre era “Elegantes”, manufacturados con el tabaco más fuerte que existía en los años cuarenta y subsiguientes. Conocí otras marcas que expendía “El Obrero” la tienda de mi papá, a la cual ocasionalmente iba a ayudar con el despacho de mercancía: Delicados, Belmont, Montecarlo, Montecarlo extras, Rubios, Gratos, Carmencitas, Faros, Tigres, Alas, Holywood y no recuerdo cuántas marcas más.

Mis dos abuelas, mi madre y mis tías también fumaban, aunque ellas preferían torcer sus propios cigarrillos en pequeñas hojas secas de maíz que llenaban con tabaco picado Tigre Negro. Creí que hacían eso para fumar menos, pues el proceso manual de enredar “taquitos de tabaquito” como los llamaba mi abuela Tola era lento y cuidadoso. Lo que no tenía claro con certeza era que el tabaquismo ya se consideraba una adicción suicida.

Mis hermanos también fumaban y yo pretendí adquirir el vicio a los trece años de edad con cigarros sustraídos de las cajetillas que olvidaba mi papá sobre el buró de su habitación. Alguna vez dispuse de una caja completa de “Elegantes”. Tres condiscípulos y yo la hicimos humo una mañana en que nos largamos de pinta al cerro de la Secación. La travesura no costó nada a mis compañeros, expertos en eso de chupar y echar humo, pero yo tuve que pagar la penitencia en el mismo pecado.

Aquel mediodía regresé a mi casa hecho una piltrafa: nauseabundo, mareado, vomitador dinámico, color amarillo viejo en el rostro y una pestilencia a tabaco perceptible a un kilómetro olfato. Mi tía Concha, que tanto me quería, fue a buscar al doctor Iduñate para que me curara; pero mis padres se rieron de mí a más no poder. Ni regaño necesité: el penetrante olor que despedía su hijito sinvergüenza se debía a un mal buscado. Y no volví a fumar cigarrillos, pues sólo con poner uno entre mis labios era causa suficiente para revivir la sensación enfermiza. Así que jamás chupé cigarrillos, aunque en la edad adulta pude gustar, sin prurito alguno, el sabroso placer de aspirar cigarros habanos, ello gracias al destino que puso ante mi camino la amistad de dos auténticos fumadores de puros: don Braulio Fernández Aguirre y don Eugenio Méndez Docurro. Primero con don Braulio, luego con el ingeniero Méndez, medio que pude aprender los secretos de este complemento indispensable del arte de buen beber y del mejor yantar, que diría mi extrañado amigo Emilio Herrera; lo cual disfruté durante diez años. Finalmente abandoné ése y otros placeres más deleitosos en el ara de una buena condición física y la concomitante promesa de una vida más sana.

Por eso, cuando vi cómo tosía, expectoraba y se estremecía el empedernido fumador de cigarrillos que describí en el primer párrafo de este articulejo, no tuve capacidad de indignarme y menos de endilgar una moralina salutífera a aquel desconocido señor a propósito del vicio suicida que seguramente aún lo aqueja. Y menos cuando vi que el preocupado doctor que le iba a practicar los exámenes del pulmón salía rumbo a la calle, se detenía en la banqueta, sacaba una caja de cigarrillos, encendía un pitillo y se lo fumaba todito con un deleite infinito. Cosas de ver y de no creer...

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