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Crónica de viaje

CRÓNICA DE VIAJE

POR RICARDO RUBÍN

QUÉBEC EN EL RECUERDO

De una corta estancia en Québec, Canadá, encuentro los apuntes que tomé entonces: El viento frío nos arranca del malecón (Promenade) que bordea el río San Lorenzo, y nos deposita en la barra, decorada como la cubierta de un yate de lujo, del fabuloso Hotel Chanteau Frontenac, ex castillo medieval convertido en hostería.

Varias ruidosas norteamericanas, con aspecto de recién divorciadas, beben cerveza? En otra mesa, blancos y fornidos alemanes que parecen ser hombres de negocios empuñan vasos de vino blanco? Más allá, tres suecas gordas beben silenciosamente los ?Manhattans? que acaban de ordenar?. Otros clientes beben silenciosamente sus jaiboles y cervezas.

Departamentos de dos recámaras, no amueblados, rumbo chic, vista al parque: el equivalente a 33 mil pesos? El Gobierno acaba de imponer veda de cinco años a la cacería de animales de pieles finas... Si llegan ustedes por aquí y necesitan los servicios de un guía, requieran a Pierre Chauvin, experto en buena comida, en mejores vinos, historiador, profesor de esquíes y muy bien conectado con las alumnas de una escuela de modelos.

Los carteros, en Québec, viajan en bicicleta y shorts? Es difícil presentarse ante una muchacha local si no se habla francés. Aunque muchas saben ingles o español, la tradición las obliga a expresarse sólo en francés. Difícil olvidar, en todas partes, que estamos en una ciudad eminentemente francesa.

Con dificultades sube una octogenaria, en bicicleta, empinada cuesta? Al dirigirnos a un quebecois, éste hace primero una reverencia, luego nos habla en francés y finalmente, ya con toda confianza, en inglés.

Sobre la muralla que siempre ha rodeado a la ciudad, una vista impresionante: decenas de miles de luces sobre las colinas, sobre el río, sobre Québec.

La infinidad de jardines y placitas que hay aquí, todos con macizos de flores, perfuman suavemente el ambiente hasta la zona céntrica de la ciudad? Incontables cafés y cervecerías al aire libre permiten descansar y ver pasar viajeros de todo el mundo.

De moda, para ellas, los vestidos en forma de ?A? con tirantes anchos. Para ellos, en sitios muy caros, conjuntos casuales pero con camisa y corbata.

Posiblemente la catedral de Sainte-Anne-de Beaupré, de arquitectura moderna, sea una de las más bellas del mundo. Impresionan sus altas, majestuosas torres. Está a pocos minutos de Québec: Inmaculada, cubiertos varios de sus altísimos muros de muletas y sillas de ruedas de los enfermos que allí encontraron alivio. Resplandece de mármoles y oro, y recibe a un millón de peregrinos al año.

Un poco más adelante, las Cataratas de Montmorency, más altas que las del Niágara, pero menos comercializadas.

A sólo un cuarto de hora del centro de Québec está lo más típico canadiense: bosque tras bosque, lago tras lago. Y a orillas de éstos, como en una tarjeta postal, pequeños, lujosos hotelitos que en Invierno se convierten en centros para esquiar, atendidos por recamareras tan guapas, amables y sonrosadas que aceleran los latidos del corazón y despiertan la imaginación.

Algo que todos los turistas reprueban: el que conductores de taxis, autobuses y policías insistan sólo en hablar francés? Para visitarlas una y otra vez: sus panaderías, especialmente cuando acaban de hornear. El olor del pan, los croisants y los baguetes se extiende por cuadras y cuadras.

Los cafecitos al aire libre, sus boítes, sus bares y sus restaurantes, aunque sean modestos, pero todos con platillos siempre de primera calidad.

Difícil de creer que no se está en Europa, con las callecitas empedradas, sus casas de altas fachadas de tejas planas y los balcones desbordantes de flores.

Québec, se ha dicho, es una ciudad para visitar, pero también es una ciudad para vivir y para soñar.

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