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Crónica de viaje

POR RICARDO RUBÍN

EL PLACER DE VIAJAR

Mi esposa y yo creemos que viajar es lo mejor que hay en la vida, si a placeres mundanos nos referimos. La buena ropa se luce una vez y hay que comprar más, con las alhajas sucede lo mismo, y el buen sabor de una comida desaparece pronto.

Pero viajar queda para toda la vida, porque lo recordamos cuando vemos una fotografía, una película, cuando es tema de conversación, cuando estamos nostálgicos y echamos la vista atrás.

Viajar nos permite conocer otras ciudades, otra gente, diferentes culturas y costumbres, saborear comidas y licores que nunca soñamos, ver edificios y calles que quizá nunca volveremos a ver, saber que hay otros mundos distintos al que vivimos. Y esas nuevas ciudades, y esa gente que vimos fugazmente, y esas calles que recorrimos siempre estarán con nosotros.

Cuando viajo con mi esposa siempre anticipamos lo que nos gustaría conocer, comer y comprar. Lo hacemos así porque hemos descubierto que se disfruta doblemente un viaje: el de ir anticipadamente viendo folletos, leyendo libros o escuchando a amigos que han estado allí, y luego descubriéndolo por nosotros mismos

Hace algún tiempo, por ejemplo, viajamos a Sarasota, Florida, y vivimos allí tres años. Íbamos a menudo a Miami y en varias ocasiones llegamos hasta Cayo Hueso, en la parte más al sur de la Florida. En Cayo Hueso visitamos la casa del escritor Ernest Hemingway y comimos el típico Key Lime Pie (Pay de Lima), y luego fuimos al Sloopy Joe Bar donde tomamos martinis, recorrimos la ciudad en un simpático tren turístico y comimos langosta y filetes de tortuga en un restaurante del muelle. Tomamos fotografías y compramos tarjetas postales, y jamás podemos olvidar todo aquello.

En Chicago un taxi nos llevó a la parte vieja de la ciudad, donde Al Capone y sus gángsters reinaban en la época de la prohibición, recorrimos sus calles de casas de ladrillos rojos, y después viajamos por la ciudad de los vientos en su tren elevado... En Toronto, Canadá, fuimos a su universidad en un día cálido y luminoso, y nos sentamos en un parque lleno de estudiantes, y recogí del suelo una hoja verde de arce que aún conservo, ya seca pero intacta, en las páginas de un libro.

En París nos perdimos en un laberinto de callejuelas, viajamos en su metro, comimos baguettes con queso brie, bebimos botellas enteras de buen vino blanco y visitamos todo lo que hay que conocer en la Ciudad Lux, sin olvidar sus barrios bohemios, su Follies Bergere y su Lido, sus cafetines con mesas en la banqueta, su única y deliciosa sopa de cebolla en los bistros más típicos.

Londres es una ciudad que siempre me ha cautivado, y hemos estado allí dos veces. La segunda vez en una estancia de un mes, recorriendo la ciudad, su campiña y sus lugares pintorescos en tren y en autobús, visitando el barrio donde vivió Sherlock Holmes, Scotland Yard, viendo en Hyde Park cabalgar en las mañanas neblinosas a altivas amazonas en sus soberbios caballos, y tomando pintas de cerveza negra en sus pubs, mientras grupos de alegres estudiantes cantaban viejas canciones inglesas.

Hemos estado en muchas ciudades de Estados Unidos, Canadá, Europa, el Caribe, pero en todos esos lugares, más que visitar museos, iglesias y monumentos, nos ha interesado su gente, la forma en qué viven, cómo son en la calle, en sus casas, qué comen y beben en sus restaurantes no turísticos, en sus pequeños mercados públicos, en sus barrios.

En Madrid, cuando visitamos a unos amigos en el cercano y pequeño pueblo de Leganés, nos detuvimos en un campamento de gitanos a saborear deliciosas lonjas de los cochinillos que asaban con leña... En el elegante restaurante Río Fríodisfrutamos del mejor gazpacho de España... Frente a la Catedral de Colonia, Alemania, saboreamos grandes conos de nieve y deliciosos pasteles de manzana y crema... En Niza, frente al hotel en que nos hospedamos, compramos a un pintor callejero unos preciosos cuadros con vistas de la Costa Azul.

Viajar tiene un doble placer, dijo un escritor trotamundos: el placer de ir, y el placer de retornar. Nosotros preferimos más el placer de ir y, si pudiéramos, el de quedarnos allá.

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