Hace muchos años (y no menos kilos) en una galaxia muy lejana llamada Tenochtitlan o Chilangolianda, andaba un servidor trotando calles en busca de la fórmula para sobrevivir en el azaroso mundo de las artes. Como buen artista adolescente tenía frente a mis ojos la ilusión de un pasillo cuya puerta dorada, la fama, me aguardaba. Eran días devotos, destilaba considerables porciones de saliva al hablar con los maestros famosos y me visualizaba en su lugar. Por aquellos tiempos empezaba a presentar mis primeras exposiciones patito y a falta de representante me la pasaba como el jibarito dando vueltas y vueltas por las oficinas de los periódicos buscando reporteros que me pelaran, cosa que no hacían ni por asomo. Pero yo insistía, con mi mochila con boletines y fotos, brincando entre las estaciones del metro. Al fin, todo tiene remedio, al paso del tiempo entendí los procedimientos y todo resultó un poco más fácil y para gusto de mi abuela, su nieto finalmente en el periódico. Vienen estos recuerdos a mi cabeza y pienso en aquella fama visualizada en mi adolescencia. Hoy el concepto me resulta un tanto diferente. No se puede comparar la fama de artista plástico (cualquiera que éste sea) con la de Juan Gabriel: el poder de los medios masivos es monstruoso. Vamos, podemos soltar a un gran pintor en el Zócalo y pasará más o menos de noche entre la multitud. Pero ándale y deja unos minutos a Cuauhtémoc Blanco y luego vemos la que se arma. Ante estos parámetros la fama de las artes es un asunto de círculos relativamente pequeños. Aquéllos que llegan a la celebridad artística gozan de la devoción de las señoras popis, la adoración de los estudiantes impresionables y pueden relajarse mientras más de un salamero le besuquea las patas. Y lo que es mejor, pueden vivir de su obra si sus precios van a la par de su celebridad. Es común pensar que la fama se desprende de la presencia en los medios, de la atención de los críticos y reporteros. Los que así lo consideran aprovechan la cercanía de cualquier fotógrafo para agarrar pose de artista y anunciar al mundo la buena nueva: hay un nuevo genio en el barrio. Recuerdo aquellos sufrimientos para atraer la atención de los medios capitalinos y no puedo evitar la comparación con la generosidad y cercanía de los medios laguneros. Cierto, somos menos aquí y eso es una ventaja. Si tienes alguna exposición lo más probable es que la prensa cultural cubra tu evento. Esto se agradece, pero veo un efecto curiosamente nocivo. A fuerza de salir en el periódico más de uno realmente cree que es famoso. Y vemos cristianos que se marean con una nota de tal o cual reportero. Así, la atención y gentileza de los medios se convierte en una pequeña fábrica de célebres mediocridades. No nos engañemos, el proceso es más complejo que una o varias páginas del periódico. Un artista se avala por los medios de comunicación, pero sobre todo por una trayectoria personal que respalde su estatus. Como diría Efraín Huerta, ?no por mucho publicar, te consagras más temprano?. Hay excelentes artistas en Torreón, gente cuyo trabajo es digno de verse, pero en esta ciudad, donde la cultura tiene tantas carencias, se necesita ser un tanto ingenuo para auto concebirse como un artista famoso. Para aquéllos que buscan la gloria y las palmas recomendaría un trabajo más serio dentro de su estudio, ya que lo bueno nunca pasa desapercibido y el mundo termina por enterarse. Para ponerlo en términos más claros, el primer muro a derribar dentro de las artes es el del ego injustificado. De otra forma el vuelo a la cima es el de un globo, que se puede ponchar en cualquier momento.
PARPADEO FINAL
Aires de grandeza los que soplaron el lunes. Me quedé con la boca llena de tierra (¿será una metáfora?), sin agua en la casa y tuve a bien dejar la ventana abierta, así que mi almohada se hizo un polvorón. A eso sumemos las cajas de mudanza no abierta, el drenaje en problemas y el teléfono cortado y tenemos un escenario digno para crear cuadros y dibujos de sutil esquizofrenia. Ay, benditas fuentes de inspiración.
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