Siento envidia por los que pueden dormir a pierna suelta en un autobús. Aunque chaparro, nunca me acomodo y termino hecho un nudo, dándome topes contra la ventana y si de chiripa me duermo, la mala posición amplifica mis ronquidos para desgracia de los compañeros de viaje que son atormentados con ruidos tipo El Exorcista. En fin, entre ronquidos entrecortados y cabezazos contra el cristal, llegué a Piedras Negras.
A tres días de mi llegada no he conocido la ciudad y mi vida se reduce a las cuatro cuadras que separan la Casa de Cultura del hotel (cuyo servicio incluye unos gringos teporochos en el cuarto de a lado). Llevo tres días dando un taller de grabado con gente particularmente participativa y a todo dar. Pero algo llama poderosamente mi atención: la propia Casa de la Cultura de Piedras Negras, un espacio arquitectónico que es genuina metáfora de los sueños sexenales.
El edificio fue construido en 1975, en el ocaso de la administración de Echeverría y fue inaugurado por el propio presidente. La obra tiene el aliento de las grandes empresas de fines de sexenio, enormes y medio prefabricadas. También ostenta varios emblemas de aquellos tiempos de nacionalismo y folclor: un gran árbol de la vida en barro, una fina pintura en papel amate, un óleo de don Benito Juárez a tamaño natural y por supuesto el infaltable mural de onda futurista, social y prehispánica.
Mención aparte merece el mobiliario de corte artesanal setentero, diseño echeverrista en estado puro. Y si el cuadro de don Beno está ennegrecido y ajado y el árbol de la vida lleno de polvo y medio roto, estos pesados muebles siguen tan campantes aguantando con creces sus buenos 30 años.
Mi mente viaja a los días de la gloriosa guayabera e imagino el acto inaugural de esta Casa de la Cultura. Adivino los discursos magnánimos, el recorrido del tlatoani por la biblioteca, el salón de baile, el auditorio, las aulas, oficinas y escalinatas. Aplausos, bailes y fanfarrias. Pero después de la fiesta llega la pregunta: ¿Cómo mantener este elefante? Respondo con un ejemplo: supongamos que alguien quiere sacarme de mi peregrina vida de peatón y me regala una camioneta hummer. Lo único que tengo qué hacer es pagar la tenencia, mantenimiento y gasolina de semejante animal. Con mis ingresos, el regalo suena más a mentada de madre que a otra cosa. Creo que ése es el destino de las grandes obras sexenales. Lo magnánimo crece en un estado que contempla planes y estrategias destinadas al desarrollo. Los grandes proyectos no podrán caminar sin una visión a largo plazo y en el caso de la cultura, una estrategia clara y sustentable. Cuando los recursos materiales son producto de la demagogia resultan un fardo más que un estímulo.
Pero en los vaivenes sexenales todo vale cacahuate y las ínfulas de los gobernantes dejan gigantes con pies de barro delegando la bronca de mantener estas obras a las generaciones futuras. Ayer pudo ser la Casa de Cultura de Piedras Negras (que Carlos y Claudia llevan heroicamente sobre sus hombros), hoy puede ser la famosa macrobiblioteca de Fox. Ballenas de la cultura que se ven rete chulas nuevecitas, pero que resultan excepcionalmente caras al paso del tiempo, sobre todo en un país como el nuestro que le da por reinventarse cada seis años. Y ahí estamos a salto de mata, confundiendo tamaño con dimensión y grandote con sustentable. Disfrute ahora y pague después. Dios nos libre de los regalotes que nos ?pichan? los políticos.
PARPADEO FINAL
Tu retratito lo traigo en mi cartera. Me compré un teléfono bien picudo y con pantallota. Le tomé una foto a la Paty y ahí la traía de protector de pantalla. Ahora me dan baje con el famoso celular. Me duele la lana que me gasté y el retratito que perdí. Cero y van tres. La tecnología y yo, como Calderón y el Peje, somos agua y aceite. Triste realidad. Pero bueno, sigamos pues, por unos días más, en el blues de Piedras Negras. Salud y feliz semana.
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