Seguramente muchos recuerdan con afecto a Los Años Maravillosos, la serie de televisión que hizo época hace ya varios años. Cada capítulo consignaba las aventuras, idilios y descalabros del joven Kevin Arnold, adolescente en la Norteamérica sesentera. La acción estaba aderezada con la voz en off del Kevin adulto a manera de narrador. Estaba muy bien hecha, sin duda. Pero yo me ponía morado de envidia al ver sufrir a Kevin Arnold, digo, así hasta a uno se le antoja ser desventurado, si eres carita, tienes una novia bonita y un buen amigo y encima tienes 13 años y una voz bien entonada narra con compasión y emotividad tus anécdotas. Yo también tenía 13 años y nada de eso sucedía, era el inadaptado de la escuela, me escupían en la cabeza, ni por error se me acercaban las chicas y una banda de salvajes tomó la costumbre de romperme la crisma cada semana. Y nadie narraba nada. Era yo un adolescente desconfiado, depresivo, irascible y poco higiénico que odiaba a muerte su escuela (pitufo gruñón en estado puro). Pero pasan los años y uno puede ver las cosas en perspectiva. De mi secundaria, el Centro Activo Freire (CAF), al Sur de la Ciudad de México, conservo también buenos recuerdos y enseñanzas duraderas. Hoy hablaré de uno en particular y es el lugar que ocupaba la educación artística en la escuela. La secundaria estaba bien identificada como ?intelectual? y varios literatos y pintores llevaban a sus hijos ahí. Se respiraba un ambiente de libertad y conciencia política notorios. Ningún maestro me mandó a un museo o exposición a la fuerza, sin embargo se discutía con cierta frecuencia de arte y sobre todo, considerando que varios padres lo practicaban profesionalmente, se hablaba del arte como una profesión viable, como un modo de vida válido y meritorio. En ese sentido (y en otros también, cuestión de rascarle al recuerdo) fui muy afortunado. Hoy veo con tristeza cómo la educación artística en el grueso de las escuelas parece más una vacuna contra el arte, que un modo de propiciar la participación de los jóvenes en la experiencia creadora. Muchas veces he visto a chicos de secundaria copiar mecánicamente las cédulas de una exposición sin ver realmente las obras, los he visto aburriéndose en kilométricos actos inaugurales donde hablan ?las autoridades? mientras los chicos -muy razonablemente- sólo piensan en huir cuanto antes de tal monserga. Si el arte es ese estereotipado producto que nos venden en la escuela, donde lo único válido es aprenderse fechas y nombres vacíos, entonces no es de extrañarse que los chavos no quieran volver a oír de él. Solamente a nivel primaria he visto iniciativas de enseñanza y apreciación artísticas. El nivel secundaria y preparatoria es un páramo para las artes. Y a nivel licenciatura, el hecho de que no exista el arte ni las humanidades puras en las más de 20 universidades de la Comarca muestra el poco aprecio y credibilidad que tienen estas áreas entre la población. Vuelvo la memoria a la secundaria, recuerdo las partidas de ajedrez, el teatro, las ofrendas de muerto, los dibujos con gis en las paredes. Sí se puede vivir en y del arte, ése fue el mensaje. Después de todo puede que no odiara tanto a esa secundaria y que secretamente me gustaran mucho las aventuras de Kevin Arnold, aunque mi ética de pitufo gruñón me impide aceptar por completo semejante cosa. Solamente quisiera que los padres, maestros y directores de escuela supieran que el arte puede ser un motor de cambio, una herramienta de pensamiento crítico y sensible invaluable en la adolescencia. No dejen que la creación pase de largo durante ese periodo irrepetible, esos ?años maravillosos?.
PARPADEO FINAL
La mentada serie empezaba con una rolota, With a Little Help From my Friends, cover de Los Beatles cantada (qué digo cantada, desgañitada, sentida, azotada, vivida) por el maestrísimo Joe Cocker. Sea pues, la adolescencia, vista al paso del tiempo puede ser un canto desgarrado pero hermoso. Y como diría el maestro Cocker, qué sería el estar vivo sin aquella pequeña ayuda de los amigos. Amén, y nos leemos la próxima semana.
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