Hasta ahora, los candidatos presidenciales pretenden ceñirse la corona de la victoria electoral a partir de la exhibición de los errores, la corrupción, el despilfarro o los desatinos de su adversario para, de ese modo, presentarse como el príncipe... del lodazal donde retozan en conjunto. En nada les incomoda ser el tuerto del reino de los ciegos.
El anticipo de su campaña ha sido ése. Toma por ejes el error del contrario, no el acierto propio. La efectividad de la propaganda, no la sustancia de la propuesta. La distancia y no la cercanía con su partido. Ese es el juego que los candidatos proponen a la ciudadanía, pero éste se puede cambiar. Si el electorado rechaza el rol del comparsa en el concurso y aplica herramientas distintas para analizar a candidatos y partidos, podría escapar al juego de las simpatías y antipatías fincado en la magia y el engaño de la propaganda. Le daría otro contenido a la campaña electoral 2006.
*** Uno. Si en verdad el presidencialismo ya no es lo que era, es preciso comprender la elección en su conjunto. Reconocer que pone en perspectiva la configuración de dos poderes y no sólo de uno. Lo ocurrido de 1997 a la fecha obliga a reconsiderar la sobrevaloración de la elección presidencial frente a la minusvaloración de la elección legislativa. La segunda mitad del sexenio zedillista y el conjunto del sexenio foxista llama a afinar la idea del “Gobierno dividido” mandatado, desde hace nueve años, por el electorado e ignorado o incomprendido por los partidos. De ahí la importancia de analizar tanto la candidatura presidencial como las candidaturas a la próxima Legislatura. Los probables legisladores serán quienes allanen o dificulten el desempeño del Poder Ejecutivo.
Si no se revalora la elección legislativa, por bueno que sea el próximo presidente de la República podría quedar maniatado en la silla. No se trata de escudriñar a los cientos de candidatos que buscarán asiento en el Congreso. Pero sí de prestarle atención a quienes integrarán el estado mayor de cada fracción parlamentaria, como también a esos personajes que, por buenas o pésimas razones, encarnan el emblema de la cultura o la subcultura política que promueve su partido. Nomás de imaginar a priistas como Arturo Montiel o José Murat, a panistas como Santiago Creel o Felipe González o a perredistas como Miguel Bortolini o Armando Quintero como los nuevos padres de la patria, la idea de un país distinto es punto menos que imposible. El análisis de los candidatos al Poder Legislativo daría una idea cabal de dos cuestiones: el peso que el candidato presidencial tiene frente a su partido para impulsar al Congreso a cuadros y militantes afines a su proyecto, así como la sensibilidad de las dirigencias partidistas frente al reclamo ciudadano de fortalecer un Gobierno dividido para equilibrar pero no para entrampar las decisiones y para desterrar la cultura de la impunidad política.
*** Dos. Aun cuando los presidenciables requieren del registro formal de su candidatura por parte de su partido, en la campaña buscan diluir su militancia y pertenencia a esas siglas. Es preciso escapar a ese garlito consistente en negar la cruz de la parroquia para, después, arrodillarse frente a ella. Los sexenios de Carlos Salinas, Ernesto Zedillo y Vicente Fox bien claro han dejado que la relación partido-Gobierno es clave en el desempeño de la Administración. Si no hay una sana y clara relación entre esas dos entidades, los tropiezos se dan sin necesidad de zancadillas. El salinismo gobernó con el apoyo del panismo y de la Iglesia, frente a la resistencia de su propio partido que, al final, le cobró más de una factura. El zedillismo gobernó a pesar de su partido y el foxismo, bueno, el foxismo no gobernó con ni sin su partido. Si los candidatos presidenciales vienen a venderse como productos independientes de su propio partido, más vale reírse de ellos.
Y bien vale decir que, curiosamente pero por razones distintas, Roberto Madrazo, Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador guardan relaciones peligrosas con su respectivo partido. Madrazo secuestró al consejo tricolor desde hace años; Calderón cuenta con el respaldo de la base pero no de la dirección de su partido; y López Obrador parece, no el candidato de un partido, sino el partido de un candidato. ¿Cómo pueden presumir respeto a las instituciones nacionales, si a fin de cuentas no respetan a su institución partidista o no los respetan en ella? La biopsia de la relación candidato-partido podría revelar la eventual relación partido-Gobierno.
*** Tres. Si bien es importante el candidato, no menos lo es su equipo de campaña. Desde luego, los candidatos intentan concentrar la atención en su figura y evitar que sus operadores aparezcan de más en la palestra. Cuando se les pide anticipar la configuración de su Gobierno, aseguran que es prematuro dar nombres y, de ese modo, buscan preservar su margen de maniobra para -llegado el caso- hacer las correspondientes designaciones. Sin embargo, el equipo de campaña perfila en cierta medida lo que podría ser el equipo de Gobierno. Revisar a los operadores mayores de la campaña de los candidatos daría pistas de la integración del eventual Gobierno de quien gane la contienda.
*** Cuatro. Si la ley exige a los partidos y, por ende, a los candidatos una plataforma de Gobierno, no está de más analizar -si los hay- los proyectos de nación pergeñados por los candidatos frente al documento que registran sus partidos. Ocurre frecuentemente que la idea de nación del candidato nada tiene que ver con la plataforma de Gobierno del partido y, lo peor, a veces ni esas ideas ni esa plataforma tienen algo que ver con el plan nacional de desarrollo que finalmente formula quien llega al Gobierno. La inconsistencia entre los documentos del candidato y del partido también puede servir al propósito de establecer índices de congruencia y viabilidad de lo que finalmente pretenda hacer el ganador en el Gobierno.
*** Cinco. El afán de los candidatos por hacer de la promesa el eje de su argumento político y evadir, así, el compromiso de fijar postura frente a la realidad donde operan, lleva a un absurdo. Los candidatos desconectan el presente del futuro, como si tal malabarismo pudiera practicarse. Así, ninguno fija postura frente a los hechos del día y opta por vender un futuro sin sustento. Madrazo nada dice de Arturo Montiel. López Obrador ni recuerda a Bejarano. Y Calderón ni se imagina a esas peras en almíbar que, al parecer, son los muchachos Bribiesca. Ninguno habla de la irrupción del narco en la escena, como tampoco del galimatías que hoy son las relaciones exteriores de México. El presente no existe en el glamoroso futuro que prometen. De ahí la conveniencia de analizar a los candidatos no sólo en función del futuro prometido, sino también en razón del ineludible presente donde pisan.
*** A partir del uso de esas herramientas y del replanteamiento del análisis de candidato, partido, la fracción parlamentaria que podría acompañarlo, propuesta y realidad, la visión de la campaña puede resultar mucho más interesante que el quedar expuesto al bombardeo de spots y promesas que, al final, terminan siendo material de desecho.