80 velas y un deseo. El líder cubano celebra hoy su cumpleaños convaleciente de una grave operación y por primera vez, sin estar al frente del país.
EL UNIVERSAL-AEE
LA HABANA, CUBA.- Celoso de su vida privada como pocos gobernantes, a Fidel Castro (Birán, 1926) nunca le ha gustado celebrar pomposamente su cumpleaños. Paradojas de la vida, en esta ocasión había accedido a que la Fundación Guayasamín le organizara un homenaje por todo lo alto. Pero la fiesta ha tenido que aplazarse. El hombre que ha manejado los destinos de Cuba durante casi medio siglo cumple hoy ochenta años convaleciente de una cirugía intestinal. Bajo llave, en una gaveta del Palacio de la Revolución, aguardan ochenta velas.
No hay nada que más le agrade a Castro que tomar decisiones teñidas de simbolismo. Y siempre con el marchamo del guerrero. Las celebraciones por su cumpleaños han quedado pospuestas hasta el dos de diciembre, fecha en que se cumple el 50 aniversario del desembarco del Granma en la playa de Las Coloradas. Una irrupción guerrillera tan calamitosa (de los 82 expedicionarios, sólo sobrevivieron 16) que únicamente a un iluminado se le habría ocurrido decir, como hizo Castro, que su lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista ya era pan comido.
Ese afán suyo de entender la vida como una suerte de estrategia miliciana le ha llevado a gobernar durante 47 años como si, a cada momento, se estuviera batiendo el cobre en las lomas de la Sierra Maestra. El Grupo de Apoyo, su Gabinete de colaboradores de confianza, ejecuta sus órdenes pasando por alto a ministros, dirigentes del partido y al Sursum corda si hiciera falta. Cuando sufrió la aparatosa caída en Santa Clara, en octubre de 2004, tardó sólo unos minutos en adueñarse del micrófono y explicar a sus seguidores las molestias que sufría. Y se sintió contrariado cuando solicitó un jeep para que lo evacuaran del anfiteatro y sólo encontró una ambulancia.
La última prueba de que el modus operandi guerrillero sigue revoloteando en la mente de Fidel es la manera en que ha comunicado a sus conciudadanos una decisión de tanto calado como la cesión de todos sus cargos, aunque sea de forma provisional, a su hermano Raúl y a un selecto grupo de dirigentes. La ?Proclama al pueblo de Cuba? arroja más leña al fuego épico del eterno combatiente. El término ?proclama?, de marcada connotación castrense, alude también a una visión insurreccional de la política.
En el runrún que estos días recorre La Habana, algunas voces sostienen que esa proclama ya estaba escrita desde hacía tiempo y que lo ocurrido hace dos semanas era un escenario probable y sobre el que se venía trabajando largo y tendido. La fecha clave para entender este proceso es el 17 de noviembre de 2005. Ese día, Fidel pronunció un discurso trascendental en la Universidad de La Habana (el mismo lugar, por cierto, en el que anunció la Gran Ofensiva Revolucionaria en 1968, que barrió de un plumazo todo rastro de iniciativa privada en la isla). Allí, entre bromas sobre su estado de salud, abrió la espita de la cuestión sucesoria: ?¿Puede ser o no irreversible un proceso revolucionario? (?) Cuando los que fueron de los primeros, los veteranos, vayan desapareciendo y dando lugar a nuevas generaciones de líderes, ¿qué hacer y cómo hacerlo??, se preguntó Castro ante una joven audiencia. Y lanzó un mensaje que ha devenido en lema de alarma de la campaña anticorrupción emprendida en los últimos meses: ?La revolución puede destruirse por sí misma?.
La tesis de que la cesión de poderes estaba pergeñada con antelación la abonan hechos como las inusuales lisonjas mediáticas con que fue agasajado Raúl Castro en ocasión de su 75 cumpleaños, en junio pasado.
El círculo abierto (al menos, públicamente) el 17 de noviembre de 2005 se cierra, de momento, el 31 de julio, con el anuncio televisado de la proclama. Pocos dudan que Fidel Castro haya firmado esa especie de testamento político en vida porque su salud es muy delicada. Hasta ahora, sólo se sabe que fue sometido a una complicada cirugía intestinal. Lo demás pertenece al ámbito de las habladurías.
Sea como fuere, el comandante ha preferido guardar las ochenta velas para más adelante. En el momento de apagarlas, seguramente tendrá un único deseo: que la revolución le sobreviva.