Gran acierto de López Obrador fue haber ido a Guelatao e iniciar simbólicamente su campaña en el lugar donde nació Benito Juárez. Esa acción -bien pensada como casi todas las del candidato perredista, cuya habilidad de político parece superar por mucho a la de sus adversarios en la carrera por la Presidencia- dará la idea de que, mutatis mutandis, en este año 2006 se repite la pelea entre las dos grandes fuerzas que dividieron al país en los mediados del siglo diecinueve: liberales y conservadores. El propio López Obrador, desde luego, se presenta como adalid del liberalismo, a cuyo máximo héroe fue a rendir oportuno culto en Guelatao. El abanderado de los conservadores sería el panista Felipe Calderón, quien tuvo la mala suerte -hado fatal- de que su postulación haya coincidido con el bicentenario de un personaje a quien las corrientes que formaron en sus orígenes al PAN no vieron nunca con muy buenos ojos. Desde luego esas pugnas decimonónicas son cosa del pasado, pero los mexicanos somos memoriosos; nos gusta mantener vivos los agravios pasados, y aun los antepasados. Ni siquiera se puede todavía hablar bien de Cortés. No faltará por tanto quien use la figura de don Benito -se notó eso en los discursos que los perredistas dijeron en la visita a Guelatao- para resucitar materias que ya son polvo de tumba, y llevar agua al molino de López Obrador. Lo paradójico en este caso es que quizás ahora el conservador es López Obrador, y el liberal es Felipe Calderón, por más que las imágenes externas, los cartabones y clisés superficiales, den apariencia de lo contrario. En efecto, Juárez resultó vencedor al fin y al cabo porque sus ideas y su programa estaban en la corriente internacional moderna, la del liberalismo. El programa e ideas de los conservadores, en cambio, miraban al pasado, se fincaban en la defensa de antiguos privilegios. A Juárez lo hizo triunfar la Historia. Ahora el discurso de López Obrador va a contrapelo de la modernidad. Desde antes que comenzara la disputa por la Presidencia sostuve -y así sigo creyendo- que en este tiempo necesita México un gobierno de izquierda, moderno, a la manera de España o Chile, y aun llegué a citar el nombre de quien a mi juicio debía encabezarlo: Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano. Nada más los tontos y los facciosos pueden tildarme de ser reaccionario o derechista. Pero la izquierda que representa AMLO no es una izquierda moderna, liberal, democrática y respetuosa de la legalidad. Es la vieja izquierda mexicana dogmática -tan dogmática como fue la derecha de los conservadores-, fincada en el populismo, la intolerancia, el estatismo, el desdén por las leyes y las instituciones, y el maniqueísmo elemental que revive la obsoleta idea de la lucha de clases y la violencia callejera como método de lucha. El discurso de Calderón está más en consonancia, en lo político, con la tendencia internacional moderna, liberal, democrática, respetuosa de la persona humana individual, y en lo económico se ajusta más a la corriente actual de libre mercado y globalización. Su problema estriba en que por encima de esa corriente internacional puede imponerse en México la tendencia local latinoamericana, aunque esa tendencia mire al pasado, y aunque sus utopías y sus métodos sean más anacrónicos ahora de lo que fueron en su tiempo las utopías y procedimientos de los conservadores. A los ojos de mucha gente, entonces, López Obrador aparecerá como liberal, y Calderón como conservador. Para colmo, nuestro vecino del norte, que ayer apoyó a los liberales, pavimenta ahora el camino de quienes quieren mantenernos en el pasado. El muro que Estados Unidos se dispone a construir es una más de las fichas que se le están acomodando a López Obrador. Camina él a contracorriente de la Historia, pero los hechos y circunstancias presentes lo acercan a su meta personal... FIN.